Saturday, January 10, 2009

EL MILLONARIO

1 En el que el joven consulta a un pariente rico

Había una vez un joven brillante que quería hacerse rico. Había sufrido ya una buena cantidad de desilusiones y fracasos, esto no se podía negar, pero, a pesar de todo, todavía confiaba en su buena suerte.
Mientras aguardaba que la fortuna le sonriera, tra­bajaba como ayudante de un director de cuentas en una agencia de publicidad de segunda fila. Estaba mal paga­do y, desde hacía tiempo, encontraba que su trabajo le ofrecía muy pocas satisfacciones. Y ya había perdido todo entusiasmo.
Soñaba con hacer otra cosa. Tal vez escribir una no­vela que le hiciera rico y famoso, acabando así, de una vez por todas, con sus problemas financieros. Pero, ¿no era su ambición, digamos, poco realista? ¿Tenía de ver­dad la técnica suficiente y el talento necesario para escri­bir un libro que fuera un éxito de ventas, o llenaría las páginas en blanco con las pesimistas reflexiones que le dictaba su amargura?
Su trabajo se había transformado en una pesadilla diaria desde hacia ya más de un año. Apenas si podía soportar al jefe, que se pasaba gran parte de las mañanas le­yendo el periódico y escribiendo memorandos antes de desaparecer para ir a disfrutar de un almuerzo de tres ho­ras. Además, su jefe había perfeccionado el arte de cam­biar de opinión y no cesaba de dar órdenes contradicto­rias, algo que no contribuía a mejorar la situación.
Tal vez, si sólo se hubiera tratado de su jefe... pero, desgraciadamente, estaba rodeado de colegas que tam­bién estaban hartos de lo que estaban haciendo. Parecían haber abandonado cualquier ambición, haber renuncia­do por completo a cualquier mejora. No se atrevía a men­cionar a ninguno de ellos sus fantasías de abandonarlo todo y convertirse en escritor. Sabía que pensarían que se trataba de una broma. Se encontraba apartado del mun­do como si estuviera en un país extranjero y fuera inca­paz de hablar el idioma local.
Cada lunes por la mañana, se preguntaba cómo de­monios haría para sobrevivir una semana más en la ofici­na. Se sentía completamente ajeno a las carpetas que se apilaban sobre su escritorio, a las necesidades de sus clientes que clamaban por vender sus cigarrillos, sus co­ches, sus cervezas...
Seis meses antes, había escrito una carta de dimi­sión, y había entrado una docena de veces en la oficina del jefe con la carta quemándole en el bolsillo, pero ja­más había conseguido reunir el valor necesario para se­guir adelante. Resultaba curioso porque, hace tres o cua­tro años, no hubiera vacilado ni por un instante. Pero en ese momento no parecía tener claro lo que debía hacer. Algo le estaba reteniendo, una especie de fuerza, ¿o era simplemente cobardía? Parecía haber perdido el valor que, en el pasado, siempre le había permitido conseguir lo que deseaba.
Tal vez el hecho de haber ido dejando transcurrir el tiempo a la espera de que apareciera el momento opor­tuno, intentando buscar excusas para no pasar a la ac­ción, preguntándose si alguna vez conseguiría triunfar, le había convertido en un perpetuo soñador...
¿Se debía su parálisis al hecho de que estaba cargado de deudas? ¿O era simplemente porque había comenzado a envejecer (un proceso que, inevitablemente, se pone en marcha en el instante en que renuncias a tu visión de fu­turo)?
A decir verdad, no tenía la menor idea de cuál era el problema. Y entonces un día, en el que se sentía par­ticularmente frustrado, pensó de pronto en un tío suyo que daba la casualidad de que era millonario. Su tío po­día, tal vez, estar en condiciones de ofrecerle algún buen consejo o, mejor aún, prestarle un poco de dinero.
Su tío, que era conocido como una persona amisto­sa y de buen corazón, accedió de inmediato a recibirle, pero se negó, de manera rotunda, a prestarle suma de di­nero alguna, alegando que con ello no le haría ningún favor.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó, después de ha­ber escuchado el relato de sus cuitas.
—Treinta y dos —susurró con timidez el joven. Sa­bía muy bien que la pregunta de su tío estaba cargada de reproches.
—¿Sabías que, cuando tenía veintitrés años, John Paul Getty ya había conseguido su primer millón? ¿Y que yo, a tu misma edad, tenía medio millón? Así que ¿cómo es posible que, con lo mayor que eres, te veas for­zado a pedir dinero prestado?
—No lo sé. Trabajo como un esclavo, a veces más de cincuenta horas a la semana.
—¿De verdad crees que trabajar esforzadamente es lo que hace rica a la gente?
—Yo... yo creo que sí... bueno, al menos, es lo que me enseñaron a creer.
—¿Cuánto dinero ganas al año... 15.000 libras es­terlinas?
—Sí, más o menos, esa es la cantidad —contestó el joven.
—¿Crees que alguien que gana 150.000 libras traba­ja diez veces más horas a la semana que tú? ¡Desde luego que no! Sería físicamente imposible: una semana no tiene más de 168 horas. Así que, si esta persona gana diez ve­ces más que tú, sin trabajar más de lo que tú trabajas, en­tonces tiene que estar haciendo algo muy diferente de lo que haces tú. Debe de poseer un secreto del cual ni si­quiera has oído hablar.
—Supongo que así es.
—Tienes suerte de haber comprendido por lo menos esto. La mayoría de la gente ni siquiera llega tan lejos. Están demasiado ocupados tratando de ganarse la vida como para detenerse y pensar en cómo se podrían libe­rar de sus problemas de dinero. La mayoría de la gente ni siquiera gasta una hora de su tiempo tratando de ima­ginar cómo podrían hacerse ricos y de preguntarse por qué nunca han conseguido hacerlo.
El joven tuvo que admitir que, a pesar de sus gran­des ambiciones y sus sueños de ganar una fortuna, tampoco se había detenido a pensar realmente en su si­tuación. Todo parecía distraerle, impidiendo que se en­frentara con esta tarea que, a todas luces, era de fun­damental importancia.
El tío del joven permaneció en silencio unos instan­tes, y después miró a su sobrino fijamente a los ojos mientras en sus labios se formaba una sonrisa amable aunque un tanto irónica. Entonces le dijo:
—Escucha, he decidido ayudarte. Te enviaré al hombre que me ayudó a convertirme en millonario de un día para el otro, o como mínimo a conseguir la men­talidad de un millonario. Pero dime, ¿de verdad quieres hacerte rico?
—Más que nada en el mundo.
—Este es el primer requisito. El principal. Pero no es suficiente. También necesitas saber cómo.
El joven se encogió ligeramente de hombros, indi­cando que estaba de acuerdo.
Entonces, su tío le dijo:
—El Millonario Instantáneo vive en F__. ¿Sabes dónde está?
—Sí, pero nunca he estado allí.
—¿Por qué no lo intentas? Ve a verle. Tal vez esté dispuesto a revelarte su secreto. Vive en una casa fan­tástica, la más bonita de toda la ciudad. No tendrás nin­guna dificultad para encontrarla.
—¿Por qué no me revelas tú el secreto aquí y aho­ra? Así no tendría que tomarme la molestia de ir hasta allí.
—Simplemente porque no tengo el derecho a hacer­lo. Cuando el Millonario Instantáneo me lo confió, lo primero que hizo fue hacerme prometer que jamás se lo revelaría a nadie. Sin embargo, sí me dijo que podía de­cirle a cualquiera dónde lo había aprendido.
Al joven, todo esto le pareció tan sorprendente como complicado. Pero también despertó su curiosidad.
—¿Estás seguro de que no me puedes decir nada más?
—Completamente seguro. Lo que sí puedo hacer es recomendarte muy calurosamente al Millonario Instan­táneo.
Y sin decir nada más, su tío sacó de uno de los cajo­nes de su escritorio de roble macizo, una elegante hoja de papel de carta, cogió su pluma y, rápidamente, escri­bió unas cuantas líneas Luego, dobló la carta, la guardó en un sobre que selló y, con una sonrisa en los labios, se la entregó a su sobrino.
—Aquí tienes tu presentación —dijo—. Y aquí tie­nes la dirección del millonario. Una última cosa. Promé­teme que no leerás esta carta. Si lo haces, probablemente ya no te será de utilidad... Pero, si llegas a abrirla, a pe­sar de mi advertencia, y todavía deseas que te pueda ser­vir, entonces tendrás que simular que no la has abierto. Pero ¿cómo puedes deshacer lo que está hecho?
El joven no tenía ni la más remota idea acerca de lo que decía su tío, pero no quiso preguntar. Su pariente siempre había tenido la reputación de ser un excéntrico. Y, después de todo, le estaba haciendo un favor. Así que decidió no insistir sobre el tema. Le dio las gracias y se marchó.

2 En el que el joven conoce a un anciano jardinero

Aquella misma tarde, marchó a toda prisa a F__. ¿Le resultaría muy difícil conseguir llegar a cono­cer al Millonario Instantáneo? ¿Estaría dispuesto a reci­bir a un visitante inesperado y a revelarle su método se­creto para hacerse rico?
Aunque estaba a punto de llegar a la casa del millo­nario, el joven no fue capaz de seguir resistiéndose a la curiosidad y, a pesar de las palabras de advertencia de su tío, abrió la carta que su pariente tan bondadosamente había escrito para él. Boquiabierto, se preguntó si no ha­bría alguna equivocación o si su tío había querido gas­tarle una broma: ¡la carta no era más que una hoja de papel en blanco!
Disgustado, estuvo a punto de desprenderse de ella, pero en ese momento vio la casa del millonario y a un guardia de seguridad, que probablemente le vería si arrojaba el papel. Como era de esperar, el guardia tenía una expresión impenetrable, sin el menor atisbo de una sonrisa. De hecho, parecía tan impenetrable como la «inexpugnable fortaleza» que debía proteger.
—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó el guardia, con voz tajante.
—Quisiera conocer al Millonario Instantáneo...
—¿Tiene usted una cita?
—No, pero...
—Bueno, entonces, ¿tiene usted una carta de pre­sentación? —le preguntó el guardia.
¡Desde luego que tenía una, pero no había nada es­crito en ella! No le costó mucho al joven pensar en una estratagema que podía sacarle de esta situación. Sacó a medias la carta del bolsillo y, rápidamente, la volvió a ocultar. Sin embargo, el guardia no se dio por satisfe­cho.
—¿Podría ver la carta, por favor?
Ahora estaba en un aprieto. Pensó: «Si le doy la carta pensará que estoy tratando de engañarle. Y si no se la doy, tampoco me dejará pasar».
Se enfrentaba a lo que parecía un dilema imposible de resolver.
Entonces, recordó las palabras de su tío que, en su momento, no había entendido: «Si abres la carta, ten­drás que simular que no la has abierto».
¿No era ésta la única cosa que le quedaba por ha­cer? Le entregó la carta al guardia que, por decir algo, digamos que la leyó. Su rostro permaneció totalmente inexpresivo.
—Muy bien —dijo, devolviéndole la carta al jo­ven—. Ya puede usted pasar.
El guardia le condujo entonces hasta la puerta de entrada de la lujosa casa de estilo Tudor donde vivía el millonario. Un mayordomo, impecablemente vestido, le abrió la puerta.
—¿Qué desea el señor? —preguntó.
—Quiero ver al Millonario Instantáneo.
—Está ocupado y no puede recibirle en este preciso momento. Tenga la bondad de esperarle en el jardín.
El mayordomo acompañó entonces al joven hasta la entrada de un jardín que tenía el aspecto más propio de un parque. En el centro había un estanque. El joven pa­seó un rato, admirando los hermosos árboles. Mientras lo hacía, vio a un jardinero que aparentaba tener unos setenta años. Estaba inclinado sobre un rosal para po­darlo, y un sombrero de paja de amplias alas le ocultaba los ojos. Cuando el joven se acercó, el jardinero inte­rrumpió su trabajo para darle la bienvenida. Le sonrió. Sus ojos azules, brillantes y alegres, eran de una edad tan indefinida como el cielo.
—¿Para qué ha venido usted aquí? —le preguntó con una voz cálida y amistosa.
—He venido a conocer al Millonario Instantáneo.
—Ah, ya veo. ¿Y con qué intención, si no le impor­ta que se lo pregunte?
—Bueno, yo... yo simplemente quiero pedirle su consejo...
—Obviamente...
El jardinero parecía estar a punto de volver a ocu­parse de su rosal cuando se lo pensó mejor y le pre­guntó:
—Vaya, por cierto, ¿no tendría por casualidad un billete de cinco?
—¿Un billete de cinco? —exclamó el joven, sonro­jándose—. Pero si eso es... pero si es todo lo que tengo, cinco libras.
—Perfecto, es justo lo que necesito. Aunque a todos los efectos parecía que estuviera pidiendo limosna, el jardinero mantenía una actitud muy digna. Sus maneras denotaban una gracia y un en­canto excepcionales.
—De verdad que me agradaría poder dárselas —re­plicó el joven— pero el problema es que no me quedará ni un céntimo para poder volver a casa.
—¿Tiene usted la intención de volver hoy mismo a su casa?
—No... quiero decir, no lo sé —respondió el joven, que ahora estaba bastante confuso—. No quiero mar­charme sin haber visto antes al Millonario Instantáneo.
—Pero si usted no necesita hoy el dinero, ¿por qué se muestra tan reacio a prestármelo? Tal vez tampoco lo necesite mañana. ¿Quién sabe? Quizá mañana ya sea usted millonario.
Este razonamiento no le pareció del todo lógico al joven, pero carecía de la fuerza necesaria para plantear nuevas objeciones. Así que, cuando el jardinero le vol­vió a pedir el dinero, se lo entregó. En el rostro del jar­dinero apareció una sonrisa.
—La mayoría de la gente tiene miedo a pedir las co­sas y, cuando finalmente se deciden a hacerlo, entonces no insisten lo suficiente. Es un error.
En aquel momento, el mayordomo se presentó en el jardín y se dirigió al anciano en un tono de voz muy res­petuoso.
—Por favor, señor, ¿podría darme cinco libras? El cocinero se marcha hoy e insiste en que se le pague el di­nero que se le debe. Me faltan cinco libras.
El jardinero sonrió. Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un grueso fajo de billetes. Debía de te­ner miles de libras, con todos esos billetes de veinte y cincuenta que el joven alcanzó a ver. El jardinero cogió el billete de cinco libras que el joven había aceptado prestarle a regañadientes y se lo entregó al mayordomo, que le dio las gracias, hizo una reverencia un tanto ob­sequiosa y rápidamente desapareció en el interior de la casa.
El joven estaba indignado. ¿Cómo era posible que el jardinero tuviera la cara dura de apropiarse de las úl­timas cinco libras que le quedaban en el mundo cuando tenía los bolsillos llenos de billetes?
—¿Por qué me ha pedido usted las cinco libras? —murmuró el joven, haciendo lo imposible para ocul­tar la furia que sentía—. ¡Usted no las necesitaba!
—Claro que las necesitaba. Fíjese. No tengo ni un solo billete de cinco libras —le explicó, mientras le en­señaba el grueso fajo de billetes—. ¿No pensará usted que le iba a dar un billete de cincuenta libras, verdad?
—¿Por qué demonios lleva usted tanto dinero enci­ma?
—Es mi dinero de bolsillo —replicó el jardinero—. Siempre llevo 10.000 libras por si acaso las necesito.
—¿10.000 libras? —tartamudeó el joven, sorprendidísimo.
De pronto, todo se le hizo muy claro: el mayordo­mo tan cortés, la increíble cantidad de dinero de bolsi­llo...
—Usted es el Millonario Instantáneo, ¿verdad?
—Por el momento —contestó el jardinero—. Me alegra que haya venido. Pero dígame, ¿quién le envía?
—Mi tío, mister MacLuckie.
—Ah, sí. Ahora le recuerdo. Vino a verme hace ya muchos años. Era un pensador muy original, como to­dos los hombres que se hacen a sí mismos, por cierto. Pero dígame, ¿cómo es que usted todavía no es rico? ¿Se ha planteado alguna vez con seriedad esta pregunta?
—La verdad es que no.
—Entonces, tal vez es la primera cosa que debería hacer. Si usted quiere, puede pensar en voz alta delante mío. Yo intentaré seguir el hilo de sus razonamientos.
El joven hizo unos débiles intentos pero, finalmen­te, renunció al esfuerzo.
—Ya veo —dijo el millonario—. No está usted acostumbrado a pensar en voz alta. ¿Sabe que hay mu­chísimos jóvenes de su misma edad que ya son ricos? Algunos de ellos hasta son millonarios. Otros están a punto de conseguir su primer millón. ¿Y sabe usted que Aristóteles Onassis tenía veintiséis años y 350.000 li­bras en el banco cuando dejó América del Sur y vino a Inglaterra, donde soñaba con montar su imperio na­viero?
—¿Sólo veintiséis? —preguntó el joven.
—Así es. Y cuando comenzó únicamente disponía de 250 libras. No tenía ningún título universitario ni oficio alguno y, desde luego, tampoco tenía contactos... Pero ahora es la hora de ir a comer —comentó el ancia­no—. ¿Le gustaría acompañarme?
—Con mucho gusto. Gracias.
El joven siguió al Millonario Instantáneo que, a pe­sar de su edad, todavía caminaba con agilidad. Entra­ron en la casa y fueron hasta el comedor donde la mesa ya estaba preparada para dos.
—Por favor, siéntese —le invitó el Millonario Ins­tantáneo.
Le señaló la cabecera de la mesa, el lugar gene­ralmente reservado al anfitrión. Él, por su parte, se sentó a la derecha de su joven invitado, directamente en frente de un hermoso reloj de arena que tenía gra­bada la siguiente inscripción: EL TIEMPO ES ORO. El mayordomo se presentó con una botella de vino y lle­nó las copas.
—Bebamos por su primer millón —dijo el millona­rio, levantando su copa.
Él bebió un sorbo, el único que tomó durante toda la velada. También comió con mucha frugalidad: tan sólo unos pocos bocados de un delicioso filete de sal­món.
—¿Le agrada lo que hace para ganarse la vida? —le preguntó el millonario al joven.
—Supongo que sí.
—Asegúrese de estar convencido de ello. Todos los millonarios que he conocido, y he conocido a unos cuantos en el transcurso de los años, amaban sus ocu­paciones. Para ellos, trabajar se había convertido casi en una actividad de recreo, tan agradable como un pa­satiempo. Es por eso por lo que la mayoría de los ricos muy pocas veces se toman vacaciones. ¿Por qué tienen que privarse de algo que les gusta tanto? Hacerlo no se­ría más que mortificarse. Y ésta también es la razón por la cual continúan trabajando aún después de hacerse varias veces millonarios... Ahora bien, aunque disfrutar con el trabajo que se hace es algo absolutamente im­prescindible, la verdad es que no es suficiente. Para ha­cerse rico, se tiene que conocer el secreto. Dígame, ¿al menos cree que este secreto existe?
—Sí, lo creo.
—Bien, este es el primer paso. La mayoría de la gente no lo cree. Además, ni siquiera creen que puedan hacerse ricos. Y tienen razón. Nadie que piense que no puede hacerse rico, llegará a conseguirlo. Tiene que co­menzar por creer que puede hacerlo, y después anhelar­lo apasionadamente. Pero debo añadir que mucha gente, la mayoría de hecho, no están preparados para acep­tar este secreto, incluso aunque se les revele en términos muy simples. En realidad, su mayor impedimento es su propia falta de imaginación. Esta es, en el fondo, la ra­zón por la cual el verdadero secreto de la riqueza es el mejor guardado del mundo. Es un poco como la carta robada en el cuento de Edgar Alian Poe —prosiguió el Millonario Instantáneo—. ¿Lo recuerda usted? Es aquel sobre una carta que la policía buscaba en la casa de al­guien y que no encontraba porque, en vez de estar ocul­ta en algún lugar, estaba colocada en un sitio que nadie se podía imaginar: ¡a la vista de todo el mundo! Este re­lato ilustra a la perfección uno de los principios de Emerson. Lo que impidió a la policía encontrar la carta fue su falta de imaginación, o, si lo prefiere, sus ideas preconcebidas. No esperaban encontrársela allí, así que nunca lo hicieron.
El joven escuchaba atentamente al millonario. Nunca nadie le había hablado de esta manera y sentía una profunda curiosidad. Ardía por descubrir cuál era el secreto. De cualquier manera, una cosa era bien cier­ta; aunque este hombre en realidad no conociera el se­creto, evidentemente había sido un genio a la hora de montar la escena. Y sobre todo, sabía cómo explicar las cosas de una manera sencilla y clara, a menos que todo aquello no fuera más que un número de ilusionismo magníficamente puesto en escena.

3 En el que el joven aprende a valorar las oportunidades y a correr riesgos

Ahora, después de todo lo que ha escuchado, ¿cuánto dinero estaría usted dispuesto a pa­gar para conseguir el secreto de la riqueza?
La pregunta del millonario le pilló por sorpresa. Pero respondió:
—Aun en el caso de que yo estuviera dispuesto a pagar para conseguirlo, no tengo ni un penique. Por lo tanto, lo que usted me formula es una pregunta muy di­fícil de responder.
—Pero, si usted tuviera el dinero, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar? —insistió el millonario y, después, añadió rápidamente—: Diga una cifra, la primera que le venga a la cabeza.
Ahora tenía incluso más excusas para evadir la pre­gunta. El millonario le estaba pidiendo una respuesta muy concreta y él no podía fallarle a su anfitrión.
—No lo sé —contestó—. ¿Cien libras...?
El millonario estalló en carcajadas; era la primera vez que el joven le oía reír. Una risa muy particular, cla­ra y cristalina.
—¿Sólo cien libras? En realidad no cree que exista, ¿verdad? Si lo creyera, no hay duda de que estaría dis­puesto a pagar mucho más. Vamos, le daré una segunda oportunidad. Diga otra cifra; esto no es un juego sino un asunto muy serio.
El joven comenzó a pensar. Haría cualquier cosa en el mundo para que el millonario no se volviera a reír. Pero tampoco quería mencionar una cifra que le pudie­ra comprometer.
—No me importa participar en este juego —dijo—. Pero recuerde que no tengo ni un penique.
—No se preocupe.
—Pero sin dinero, tengo las manos atadas —repli­có el joven, un tanto sorprendido.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el millonario—. ¡Te­nemos un largo camino por delante! Desde los tiempos más remotos, los ricos han estado utilizando el dinero de los demás para amasar sus fortunas. Nadie que se tome esto en serio ha necesitado jamás del dinero para hacer dinero. Me refiero al dinero propio. Además, us­ted debe llevar encima su talonario de cheques...
Al joven le habría gustado poderle responder que no. Sin embargo, por esas ironías del destino, aquella misma mañana se había metido el talonario de cheques en el bolsillo. Y no sabía por qué, ya que tenía exacta­mente 2,28 libras en la cuenta. Y eso no era suficiente para permitirse despilfarres. El joven no se lo hubiera pensado dos veces antes de responder con una mentira, pero el millonario tenía una mirada muy penetrante, en apariencia capaz de escrutar hasta el último rincón de su mente. Entonces, casi como si estuviera confesando uno de sus más íntimos y terribles secretos, se oyó a sí mismo responder tartamudeando:
—Sí, sí que lo he traído.
En este momento, se descubrió a sí mismo sacando el talonario de su bolsillo, de la misma manera en que lo hubiera hecho un robot obedeciendo las órdenes de su amo, a pesar de que, por un momento, le atravesó por la mente la idea de rebelarse. Se sentía dominado por aquel hombre, como alguien que hubiera caído en las manos de un hipnotizador. Sin embargo, no tenía miedo del millonario, que irradiaba buena voluntad, aunque sus maneras eran un tanto irónicas.
—Excelente —replicó el millonario—. ¿Ahora ya está convencido de que no hay problema alguno?
Le quitó el capuchón a una elegante pluma y se la entregó al joven.
—Escriba la cantidad que ha pensado y firme el cheque.
—Pero es que no sé qué cantidad escribir.
—Está bien. Escriba, digamos unas... 10.000 li­bras.
El millonario pronunció esta cifra con toda tran­quilidad, sin la menor señal de arrogancia. El joven, en cambio, casi se cayó de espaldas de la impresión. Aquí no cabía más que una sola explicación: el millonario se estaba divirtiendo a su costa... a menos que sólo fuera un brillante estafador.
—¡Diez mil libras! —exclamó el joven—. Usted debe de estar de guasa.
—Si lo prefiere, escriba 20.000 libras —replicó el millonario, con tanta calma que el joven ya no supo si le hablaba en serio o si se estaba burlando de él.
—¡Pero si las 10.000 libras ya me parecen demasiado! De todas maneras, usted no podría cobrar el cheque porque no hay fondos. Y, por mi parte, lo único que conseguiría es que el director del banco se enfadara conmigo pensando que me he vuelto loco o algo pareci­do. ¡Y tendría toda la razón!
—Esta es exactamente la manera en que conseguí hacer el negocio más grande de toda mi vida. Firmé un cheque por 100.000 libras y después tuve que echar a correr como un desaforado para conseguir el dinero con que cubrirlo. Pero, si no hubiera extendido ese cheque en aquel lugar y en aquel momento, hubiera perdido una excelente oportunidad. Aquella fue una de mis primeras lecciones importantes en cuestiones de negocios —prosiguió el anciano—. Las personas que pierden el tiempo esperando las condiciones per­fectas para que todo encaje, jamás consiguen hacer nada. ¡El momento ideal para la acción es AHORA! Y otra lección que esta pequeña anécdota le puede ense­ñar es ésta: si usted quiere triunfar en la vida, tiene que estar bien seguro de que no tiene más alternativas. Tie­ne que sentir que está contra las cuerdas. Las personas que vacilan y se niegan a correr riesgos con el pretex­to de que no tienen todos los elementos en su mano, jamás llegan a ninguna parte. La razón es simple. Cuando te han cerrado todas las puertas y no tienes salida, debes poner en juego todos tus recursos inte­riores. Y, en este punto, quieres que algo suceda con todas las fibras de tu corazón. ¿Así que por qué duda ahora, joven? Póngase contra las cuerdas y extienda este cheque de 10.000 libras para mí.
El joven así lo hizo; escribió lentamente primero las cifras y luego las palabras. Pero, cuando llegó el mo­mento de firmarlo, descubrió que no lo podía hacer.
—Nunca he extendido un cheque por semejante suma en toda mi vida.
—Si usted quiere convertirse en millonario, algún día tendrá que empezar a hacerlo. Tiene que acostum­brarse a firmar cheques por sumas mucho más grandes que ésta. Esto es sólo el comienzo.
Aun así, el joven siguió sin poder firmarlo en ese preciso momento. Todo ocurría tan deprisa. Estaba a punto de entregarle un cheque por 10.000 libras a un hombre al que acababa de conocer y que le ofrecía a cambio un secreto más que dudoso.
—¿Qué es lo que le impide firmar? —preguntó el millonario—. Todo es relativo bajo el sol. En menos de nada, esta cantidad le parecerá irrisoria.
—No se trata de la cantidad —susurró el joven que, a esas alturas, a duras penas sabía lo que decía.
—Bueno, entonces, ¿de qué se trata? El joven estaba a punto de responderle cuando el millonario le interrumpió:
—Yo sé por qué no puede firmarlo. En realidad, us­ted no cree que mi secreto le convertirá en millonario. Si usted estuviera absolutamente convencido firmaría en seguida.
Y para asegurarse de que podía convencerle, o me­jor dicho, para ilustrar sus palabras con mayor clari­dad, el millonario añadió:
—Si usted realmente estuviera seguro de que este secreto le ayudará a ganar 50.000 libras en menos de un año, sin tener que trabajar más de lo que trabaja ahora, e incluso trabajando menos, ¿firmaría el cheque?
—Pues claro que lo firmaría —manifestó el joven, al no quedarle otra opción—. Tendría una ganancia de 40.000 libras.
—Pues entonces, fírmelo. Yo le garantizo formal­mente que usted podrá ganar dicha cantidad.
—¿Estaría usted dispuesto a ponerlo por escrito? Una vez más, el millonario se echó a reír y exclamó:
—Me agrada usted, joven. Está dispuesto a cubrir­se las espaldas. A menudo, esta es una medida muy prudente. A pesar de que le esté asegurando totalmen­te sus recursos, usted no se fía de la primera persona que se le cruza por el camino.
Luego, se puso de pie, rebuscó en uno de los cajo­nes del escritorio y sacó un formulario impreso que, a buen seguro, ya había utilizado en ocasiones similares. Esto no le sentó bien al joven. ¿Acaso aquel anciano ha­bía hecho de su secreto un negocio? ¿Se lo estaría ven­diendo a cualquiera que se presentara a la puerta de su casa pretendiendo ganar dinero a espuertas?
El millonario escribió la garantía y se la entregó al joven. Éste le echó una rápida ojeada y, al parecer, que­dó satisfecho con lo que había leído. Entonces, el ancia­no cambió de opinión.
—Se me ocurre otra idea —dijo—. ¿Qué le parece si hacemos una apuesta?
Sacó una moneda del bolsillo y comenzó a arrojar­la al aire para recogerla con la palma de la mano.
—Juguemos a cara o cruz. Si pierdo, le daré las 10.000 libras en efectivo que tengo en el bolsillo. Si gano, usted me dará el cheque. En cualquier caso, nos olvidaremos de la garantía.
El joven se tomó su tiempo para pensarse una pro­posición tan poco corriente. No era una mala idea. De hecho, resultaba tan atractiva que se preguntó cuál se­ría el motivo que tenía el anciano para proponerla. Le parecía demasiado buena para ser honesta.
—El único problema —dijo— es lo que ya le he di­cho antes. En el banco sólo tengo calderilla. Si le diera este cheque, usted no podría cobrarlo.
—Eso no es un problema —afirmó el millonario—. No tengo prisa. Estoy dispuesto a esperar hasta la pró­xima vez que nos veamos. ¿Por qué no le pone fecha de aquí a un año?
—Está bien. Bajo estas condiciones, acepto la apuesta.
Ahora, había llegado a la conclusión de que, en el peor de los casos, tendría todo un año por delante para cambiar de banco, cerrar su cuenta o, simplemente, or­denar que no pagaran el cheque. Tendría que haberlo pensado antes. No tenía nada que perder. Y, con esta nueva oferta del millonario, hasta podría llegar a ganar 10.000 libras en unos segundos, sin trabajar para con­seguirlas.
No pudo evitar la sonrisa de satisfacción que pasó fugazmente por sus labios. Se sintió culpable, y deseó que el millonario no se hubiera dado cuenta, aunque parecía un personaje al que no se le escapa nada. En aquel preciso momento, éste le pidió una pequeña acla­ración que confirmó, en el acto, las dudas del joven.
—Sólo un pequeño detalle. En el caso de que usted pierda la apuesta, me gustaría que jurara solemnemente que hará honor a este cheque.
El joven se sonrojó. Este viejo es más astuto que un zorro, pensó. El millonario parecía leer sus pensamien­tos como si fueran un libro abierto. El joven le dio su palabra, aunque en el momento en que el millonario se disponía a arrojar la moneda, le interrumpió brusca­mente:
—¿Me permite ver la moneda? —le preguntó.
El millonario sonrió y respondió:
—Ya no me cabe ninguna duda. En realidad, joven, usted me cae bien. Es cauto. Esto le ayudará a evitar muchos errores. Pero asegúrese de que esto no le haga perder un montón de buenas oportunidades.
Entonces el millonario le entregó amablemente la moneda, y tan pronto como el joven hubo examinado con todo cuidado ambas caras, le pidió que escogiera.
—Cruz —pidió el joven.
El Millonario Instantáneo arrojó la moneda al aire. ¡El corazón del joven comenzó a latir a toda prisa! Era la primera vez en su vida que tenía la oportunidad de ganar 10.000 libras, ¡una cantidad nada despreciable por cierto! Y mientras miraba cómo la moneda daba vueltas en el aire, su ansiedad fue en aumento. La mo­neda rodó sobre la mesa y, por fin, se quedó quieta.
—¡Cara! —anunció el millonario, alegre, aunque de inmediato agregó con simpatía—: Lo siento.
Era difícil saber si lo decía con sinceridad o por pura cortesía.
El joven decidió entonces firmar el cheque. Pero aun así no pudo dejar de temblar un poco mientras lo hacía. Probablemente, llegaría el día en el que estaría acostumbrado a firmar cheques tan grandes como ése, pero, de momento, se sentía bastante raro. Le entregó el cheque al millonario, quien lo examinó rápidamente, para después doblarlo y guardárselo en el bolsillo.
—Y ahora —dijo el joven—, ¿puedo saber el secre­to?
—Desde luego —replicó el millonario—. ¿Tiene us­ted un trozo de papel? Se lo daré por escrito. Así no se le olvidará.
Al joven le costó trabajo digerir estas palabras.
Aquel hombre no pretendería decirle que todo el secre­to cabía en una sola hoja de papel, ¡un secreto que aca­baba de comprar por 10.000 libras!
—Lo siento. No llevo ninguna encima. Entonces el millonario hizo que el corazón le diera otra vez un vuelco al preguntarle:
—Pero ¿no traía usted una carta de presentación? Las personas que me ha enviado su tío a lo largo de los años siempre han venido con una de esas cartas.
El joven todavía la conservaba. La sacó de su bolsi­llo, pensando que al anciano no se le pasaba nada por alto.
Se la entregó, sin dejar de observarle mientras la abría. Pero él no pareció sorprenderse lo más mínimo cuando vio que estaba en blanco. Tomó su pluma, se apoyó sobre la mesa y antes de comenzar a escribir, le­vantó la cabeza y le pidió al joven que fuera a buscar al mayordomo.
—Le encontrará usted en la cocina, al final del pa­sillo que está allí —le dijo.
Cuando el joven regresó en compañía del mayor­domo, el millonario ya estaba cerrando el sobre. Por su sonrisa, parecía estar muy satisfecho consigo mismo.
—Nuestro joven invitado pasará la noche con no­sotros —le dijo al mayordomo—. ¿Podría acompañarle a su habitación, por favor? —Después le estrechó la mano como si estuviera cerrando uno de los tratos más importantes que hubiera hecho en toda su vida—•. Lo único que quiero pedirle es que espere hasta estar a so­las en su habitación para abrir el sobre y leer el secre­to... Ah, y otra cosa más. Antes de que pueda usted leer lo que he escrito, tiene que prometerme que dedicará parte de su vida a compartir este secreto con otras personas menos afortunadas que usted. Si está de acuerdo, usted será el último a quien le transmitiré el secreto di­rectamente. Así mi trabajo se habrá acabado y podré dedicarme a cuidar mis rosas en un jardín mucho más grande. Si no está dispuesto a compartir este secreto —dijo, por último- todavía está a tiempo de echarse atrás. Pero en ese caso por supuesto, no debería abrir el sobre, y yo le devolveré el cheque. Podrá marcharse a su casa en cuanto lo desee y continuar con el tipo de vida que estaba llevando hasta este mismo momento.
Ahora que, por fin, tenía en sus manos la carta que contenía el famoso secreto, no habría fuerza suficiente en el mundo que se la hiciera devolver. Su curiosidad era más fuerte que nunca.
—Lo prometo —replicó.

4 En el que el joven se encuentra prisionero

Muy pronto se encontró completamente solo en su habitación; era tan lujosa que no pudo menos que revisarla de arriba a abajo. Al parecer, se había ol­vidado por completo de la preciosa carta que tanto le había costado obtener. Se acercó a la única ventana que tenía el cuarto, situada a una gran altura con respecto al suelo, y miró hacia el parque. Desde allí se podía ver hasta el jardín donde había atisbado, por primera vez, al millonario que cuidaba de sus rosas con tanto cariño.
Ahora era de noche, pero la luna llena lo cubría todo con un manto fosforescente. El joven ardía de im­paciencia. Por fin iba a descubrir el secreto para hacer fortuna que le había eludido durante tantos años.
Abrió el sobre, desplegó la carta y se dispuso a leer­la. ¡Y así lo hubiera hecho si la hoja de papel que tenía ante sus ojos no hubiera estado completamente en blan­co! Le dio la vuelta. ¡Tampoco había ni el más mínimo trazo! Había sido tan tonto como para dejarse estafar por el anciano. ¡Le había entregado un cheque por una cifra exorbitante a cambio de un secreto que no existía!
Y no lo entendía, porque el millonario le había tratado con tanta corrección en todo momento, que hasta había comenzado a sentir un cierto aprecio por este anciano que parecía un ser tan honesto. Entonces comprendió que tendría que haber sido más cuidadoso, que había algo de cierto en el dicho de que la gente honrada nun­ca se hace rica.
Se vio forzado a admitir que carecía de sentido co­mercial y, probablemente, esta fuera la razón por la que había caído en la trampa del anciano.
Le invadió un sentimiento de rebelión, y, en un ata­que de rabia, rompió la carta en dos pedazos y los arro­jó sobre la gruesa y suave alfombra. Su único consuelo era que hacer el ridículo no mataba a nadie; de lo con­trario, no hubiese dado un centavo por su vida.
¿Qué podía hacer? Había algo irreal en todo el asunto. Se había dejado llevar a una trampa muy bien preparada. Sólo le quedaba una alternativa: escapar tan rápido como le fuera posible. Tal vez hasta estuviese en peligro. Tenía que tomar una decisión y tomarla depri­sa. No quería pasar la noche en ese lugar.
Lo más aconsejable sería escabullirse tan silencio­samente como pudiera. Caminó de puntillas hasta la puerta y, lentamente, hizo girar el picaporte. ¡Maldi­ción! La puerta estaba cerrada con llave por fuera. Se encontraba prisionero. La ventana era la única salida que le quedaba. Corrió hacia ella. La abrió sin proble­ma alguno, pero se dio cuenta que estaba a unos diez metros del suelo. Si saltaba, con toda seguridad, se partiría el cuello. Mejor pensar en otro camino para la fuga. Ahora la única esperanza que le quedaba era lla­mar al mayordomo. ¿Qué otra cosa podía hacer? De­saparecer silenciosamente en medio de la noche era algo que evidentemente estaba fuera de sus posibilida­des.
Tiró del cordón de la campanilla y esperó. Nadie se presentó.
Volvió a llamar. Nada.
En la casa reinaba el más absoluto silencio. Todo el mundo debía estar durmiendo. Tal vez la campanilla ni siquiera funcionaba. En ese caso, lo único que podía hacer era ponerse a gritar. Pero eso no lo podía hacer de ninguna de las maneras. ¿Qué sucedería si el millonario estuviera actuando de buena fe, a pesar de que a todas luces parecía lo contrario? Quedaría como un tonto, por haber despertado a todo el mundo en mitad de la noche.
Finalmente, decidió que le convenía dormir. Sin embargo, no le resultó tan fácil. Los episodios del día desfilaban sin cesar ante sus ojos. A pesar de todos los argumentos que imaginó, con nada pudo vencer la sen­sación de ridículo que le embargaba. La hoja de papel en blanco que había comprado por 10.000 libras conti­nuaba flotando ante sus ojos como si se estuviera bur­lando de él. Por fortuna, el sueño le libró de esta pesa­dilla que le acechaba despierto. Comenzó a soñar con un extraño que le insistía una y otra vez para que fir­mara un grueso documento de la mayor importancia como si le fuera la vida en ello. Él protestaba con vehe­mencia. Tenía que tratarse de un error: el documento estaba completamente en blanco.

5 En el que el joven aprende a tener fe

A la mañana siguiente se sentía como si le hubiera pa­sado un camión por encima. Como una última ironía, la brisa que entraba por la ventana había levan­tado la carta infame y reunido, como por arte de magia, los dos trozos de papel al pie de la cama. Fue la prime­ra cosa que vio cuando, por la mañana, abrió los ojos y, una vez más, se sintió invadido por la furia. Había dor­mido sin quitarse la ropa y ahora sus prendas estaban completamente arrugadas, pero no le dio la menor im­portancia. Sólo pensaba en una cosa: buscar al anciano, devolverle su secreto y conseguir que él le devolviera el cheque. El joven se contempló en el espejo el tiempo su­ficiente para darse cuenta de que tenía un aspecto ho­rrible, lo que aún aumentó más su determinación.
Se pasó los dedos por los cabellos un par de veces y se dirigió a la puerta recordando, en ese instante, que durante la noche había estado cerrada con llave y que, tal vez, todavía le tuvieran prisionero. Estaba abierta. Salió furioso y se encaminó hacia el comedor.
Encontró al Millonario Instantáneo sentado tranquilamente a la mesa, vestido con las mismas prendas que llevaba el día anterior: el mono de jardinero, senci­llo, limpio y, sorprendentemente, raído. Su gran som­brero puntiagudo y de alas anchas, que se parecía al de una bruja excepto que era de paja, estaba sobre la mesa delante de él. En ese momento, estaba ocupado en lan­zar una moneda al aire y contar. Había llegado hasta ocho.
—Nueve —murmuró, sin apartar la mirada de la moneda—. Diez.
Pero antes de pronunciar el número once, exclamó: «¡Maldición!». Levantó la cabeza mientras recogía la moneda.
—Jamás he conseguido sobrepasar los diez —co­mentó—.Saco cruz diez veces seguidas y entonces, in­variablemente, sale cara en la tirada once, a pesar de que siempre la lanzo de la misma manera.
Un pensamiento cruzó como un relámpago por la mente del joven. Se dio cuenta en el acto de que la no­che anterior le habían engañado por partida doble. No hubiera tenido la oportunidad de ganar la apuesta eli­giera lo que eligiera.
—Mi padre, que era un mago, siempre conseguía llegar a las quince —le explicó el millonario—. Yo no he heredado su talento.
El joven pidió ver la moneda. Después de que el mi­llonario se la entregó alegremente, comenzó a tirarla sobre la mesa.
Cara. Cruz. Cara. Cruz. Era obvio que no era una moneda trucada, a menos que tuviera un mecanismo se­creto que se le hubiera pasado por alto.
—No hubo nada deshonesto en nuestra apuesta de ayer —dijo el millonario—. Simplemente, hice una demostración de mi habilidad manejando el dinero. Ade­más, no es la primera vez que la gente ha llegado a la misma conclusión. Confunden habilidad con deshones­tidad.
El joven no supo qué responder a esta observación. Entonces, recordó el asunto que le había llevado hasta allí. Agitó la carta en el aire y la lanzó sobre la mesa.
—Hizo usted una excelente faena al estafarme, se­ñor. Consiguió con toda facilidad una buena suma: 10.000 libras por un trozo de papel en blanco.
—No está en blanco. Es el secreto de la fortuna —le corrigió el millonario.
El joven, que esperaba que el millonario le pidiera disculpas por este lamentable malentendido, replicó:
—Bueno, tendrá que darme una explicación. ¿Me ha tomado usted por un idiota?
—¿Un idiota? Desde luego que no. A usted simple­mente le falta perspicacia. Es bastante normal. Su men­te todavía es joven e inmadura.
—Puede que tenga usted razón, pero aún soy capaz de reconocer una hoja de papel en blanco cuando veo una, y el hecho es que usted me ha jugado una mala pa­sada.
—No sé qué más quiere usted. Le aseguré que po­dría llegar a ser muy rico con sólo este trozo de papel. Eso fue todo lo que necesité yo para convertirme en el millonario instantáneo en aquel entonces, cuando... Pero, dado que no tengo mucho tiempo y pronto ten­dré que volverme a ocupar de mis queridas rosas, le ayudaré. Escúcheme con atención, porque tan pronto como aplique este secreto con éxito, tendrá que expli­cárselo a otros. Una vez que usted se haya librado a sí mismo de los grilletes de la pobreza, tendrá que enseñar el camino a todos aquellos que todavía están ata­dos de pies y manos. ¿Puedo pedirle que repita la pro­mesa que me hizo ayer?
No cabía la menor duda, ¡el millonario era el hom­bre más extraordinariamente persuasivo que había co­nocido en toda su vida! Tan sólo hacía unos pocos mi­nutos, estaba dispuesto a maldecirle con toda la locuacidad que únicamente poseen los jóvenes, ¡y ahora prácticamente estaba comiendo de la palma de su mano!
La idea de negarse a lo que le pedía ni siquiera se le pasó por la cabeza. Una vez más, repitió su solemne ju­ramento. El rostro del millonario se iluminó con una sonrisa, una sonrisa tan extraña como la que le había mostrado el día anterior cuando lo vio por primera vez.
—Estoy dispuesto a revelarle a usted el secreto, dado que no ha sido capaz de descubrirlo por sí mismo. Pero debo advertirle una vez más que probablemente le parecerá demasiado fácil para ser cierto. Aun así, no permita que la simplicidad le engañe. Cada vez que co­mience a dudar, recuerde a Mozart. El verdadero genio reside en la simplicidad. Dado que usted todavía es jo­ven, tendrá dudas en los inicios. Sin embargo, con el tiempo, a medida que la riqueza se sienta atraída mag­néticamente hacia usted de la forma más inesperada, comenzará a comprender.
—Seré sincero con usted —dijo el joven—. Esto es exactamente lo que estaba esperando con todo mi cora­zón: comprender.
—Pues mucho mejor. La fe sigue rápidamente a la auténtica comprensión. Una vez que haya comprendi­do el secreto, entonces sabrá por qué usted cree en él. Pero, al principio, a pesar de su simplicidad, este secreto le resultará tan sorprendente que será incapaz de comprenderlo, o tan siquiera de creéserlo. Así que le ruego que haga un pequeño acto de fe. Es un poco como el escéptico que intenta relacionarse con Dios. Si Dios existe, usted lo habrá ganado todo debido a su fe. Si no existe, tampoco perderá nada. Esto mismo vale para el secreto.

6 En el que el joven aprende a concentrarse en una meta

Tiene toda la libertad para formularme cualquier pregunta que se le ocurra —dijo el millona­rio—. Será un placer para mí contestarlas. Muy pronto, usted ya no podrá hacerlo, y dado que el tiempo que nos queda para estar juntos es limitado mejor que no lo desperdiciemos en discusiones sin sentido. ¿Tiene usted un trozo de papel?
—Aquí está.
—¿De verdad quiere usted hacerse rico?
—Pues sí.
—Muy bien. Entonces, escriba la cantidad de dine­ro que desea y cuánto tiempo se asigna a sí mismo para conseguirla. Este es el misterioso secreto de la fortuna.
El joven pensó que, una vez más, el Millonario Ins­tantáneo le estaba tomando el pelo. Preguntó:
—¿De verdad cree usted que el dinero comenzará a lloverme del cielo sólo porque yo escriba un par de nú­meros sobre un papel?
—Sí, lo creo —fue todo lo que el millonario consi­deró que debía decir—. Su reacción no me sorprende en lo más mínimo. Ya le advertí que el secreto era muy simple y, sin embargo, a usted le ha sorprendido igual... Permítame que añada otro punto antes de que intente aclarar un poco más las cosas. Todos los millonarios que he conocido me han confesado que se hicieron ricos en el momento en que se fijaron una cantidad y un tiem­po límite para conseguirla.
—Lo lamento pero sigo sin entenderle. ¿Qué bien me puede reportar que yo escriba una cifra y una fe­cha?
—Si usted no sabe adonde quiere ir, lo más proba­ble es que jamás consiga llegar a ninguna parte.
—Tal vez, pero esto me parece a mí un toque de magia.
—Y de eso se trata exactamente: el secreto mágico de un objetivo cuantificado. Consideremos el problema desde otro ángulo. Supongamos que está usted inten­tando conseguir un empleo. Da todos los pasos necesa­rios y, finalmente, le citan para una entrevista. Poco después, le dicen que está entre los candidatos. Luego, le anuncian que el trabajo es suyo y que ganará un mon­tón de dinero. ¿Cuál sería su reacción? Para empezar, se sentiría muy satisfecho consigo mismo. Ser elegido en­tre docenas, tal vez centenares, de candidatos. ¡Qué proeza! Y dado que los empleos están más bien escasos y usted lleva tres meses sin trabajar, o tal vez ya tenga un empleo, pero desde hace un año lo aborrece, piensa que ésta ha sido una racha de buena suerte. Pero, una vez que se le ha pasado la euforia inicial, ¿cuál sería su siguiente reacción?
—Bueno, me gustaría saber cuándo comenzaría en mi nuevo empleo. Después, querría saber exactamente qué querían decir con lo de «un montón de dinero».
Como todas las cosas son relativas en este mundo ma­terial, trataría de descubrir exactamente el monto del salario que me iban a pagar y los beneficios que me ofrecerían.
—Me ha quitado usted las palabras de la boca. Pero si, por ejemplo, usted le pregunta a su nuevo jefe qué quería decir cuando hablaba de «un montón de di­nero», y todo lo que hace él es afirmar que, en efecto, usted ganará una buena cantidad, no habrá avanzado mucho más, ¿no es cierto? Y lo que es peor, usted pro­bablemente comenzará a dudar de su honradez. El he­cho de que se niegue a decir una cifra exacta significará que quizás esté ocultando algo un poco turbio en todo el asunto o que su salario no será tan generoso como le está diciendo. Y si además, rehúsa decirle la fecha exac­ta en que se supone que deberá comenzar a trabajar, tampoco se sentirá muy feliz, ¿no es así? Usted intenta­rá que se defina.
—Supongo que sí—asintió el joven, sin ver fallo al­guno en los planteamientos del anciano.
—Y si, a pesar de su insistencia, usted sigue sin conseguir los detalles que desea, entonces podría darse el caso de que decidiera no esperar más, renunciar al empleo y comenzar a buscar en otra parte. De hecho, esa actitud estaría plenamente justificada.
—Tiene usted toda la razón, ya que en ese caso, o bien me estaría tanteando o se trataría simplemente de un estafador. Tendría que admitir que, lo mirara como lo mirara, ese empleo deja mucho que desear.
El millonario parecía tan satisfecho como lo hubie­ra estado Sócrates después de haber tenido una sesión especialmente ardua de preguntas y respuestas con sus discípulos. Hizo una pausa antes de proseguir, y sin abandonar su sonrisa un tanto burlona pero bien inten­cionada, dijo:
—Hace unos momentos, las preguntas que le for­mulaba a su imaginario empleador tenían como objeti­vo conseguir unos datos concretos. ¿No es así? El solo hecho de saber que iba a ganar un montón de dinero no era suficiente. Usted también quería saber cuánto gana­ría. Saber que había conseguido el empleo, tampoco le bastaba. Usted también quería saber la fecha exacta en que comenzaría a trabajar. Además, probablemente us­ted deseaba que todo esto quedara reflejado por escrito porque un contrato da respaldo a un acuerdo verbal. Desde luego, la palabra de una persona debería ser sufi­ciente. Pero las palabras se las lleva el viento y la letra permanece. Lo mismo ocurre en la vida. La mayoría de la gente no se da cuenta, o al menos la gente que no triunfa, que la vida nos da exactamente aquello que le pedimos. Lo primero que se debe hacer, sin embargo, es pedir exactamente lo que queremos. Si su petición es confusa, lo que reciba también lo será. Si usted pide el mínimo, recibirá el mínimo. Y no debe sorprenderse si esto es lo que recibe. Después de todo, es lo que ha pe­dido.
El millonario se aseguró de que el joven estuviera entendiendo el hilo de su razonamiento, antes de prose­guir:
—Cualquier petición que usted haga debe estar for­mulada de la misma manera. Sobre todo, debe ser abso­lutamente precisa. En lo que a la riqueza se refiere, de­bemos establecer una cantidad y una fecha límite para conseguirla. Pero ¿qué hace la gente normalmente? Hasta los que quieren dinero en abundancia cometen el mismo error. Si quiere una prueba de ello, pregúntele a cualquiera qué cantidad de dinero desea ganar el año próximo. Pídale que responda de inmediato. Si esta per­sona está realmente en el camino del éxito, si sabe adonde va, y no le importa confiar en usted, estará en condiciones de responderle de inmediato. Sin embargo, nueve de cada diez personas serán incapaces de contes­tar con claridad a una pregunta tan simple. Este es el error más común. La vida quiere saber exactamente qué se espera de ella. Si usted no pide nada, tampoco conse­guirá nada.
—Ahora hagamos esta misma prueba con usted —continuó el anciano—. Me ha dicho que quiere ha­cerse rico.
—Así es.
—¿Podría decirme entonces cuánto desearía ganar el año próximo?
El joven descubrió, de repente, que no sabía qué contestar. No había tenido problemas en seguir los ra­zonamientos del anciano. De hecho, estaba de acuerdo con él de todo corazón. Pero, aun así, tenía que admitir que pertenecía a esa inmensa mayoría de personas que, aunque deseaban hacerse ricas, no sabían, en realidad, cuánto deseaban ganar. Se sintió avergonzado y enro­jeció.
—No lo sé —se vio forzado a admitir—. Pero creo que acabo de comprender uno de mis errores, tal vez el error fundamental.
—Por supuesto que es un error grave. Intentaremos corregirlo. Vamos. Escriba la cantidad en la que ha pen­sado.
—De verdad que no tengo ni la menor idea —mur­muró el joven.
—Y, sin embargo, es tan fácil. Escriba la cantidad que le gustaría ganar a partir de hoy hasta la misma fe­cha del año que viene. Ya sé qué haremos. Tómese unos minutos para pensarlo, pero después tendrá que escribir una cantidad. En cuanto a la fecha límite, digamos un año a partir de ahora. Así que en lo único que debe pen­sar es en la cantidad. ¡Adelante, el tiempo vuela!
Mientras decía estas palabras, cogió el dorado reloj de arena que estaba sobre la mesa y le dio la vuelta.
El joven no tardó nada en meterse en el juego, si se lo podía llamar así, dado que esa era la primera vez que se concentraba tanto en toda su vida. Todo tipo de cifras absurdas le pasaron de manera incontrolada por la ca­beza. El tiempo se acababa, y cuando cayó el último gra­no de arena todavía no se había decidido por ninguna cifra.
—Bien —dijo el millonario, que no había apartado su mirada del reloj de arena ni un instante—. ¿Cuál es la cifra que ha pensado?
El joven escribió la que le pareció qué estaba más a su alcance. Con dedos temblorosos anotó cada uno de los números.
—¡30.000 libras! —exclamó el millonario—. Es muy poco, pero, de todas maneras, es un comienzo. Hubiera preferido que fueran 300.000 libras. Tendrá que trabajar mucho para llegar a convertirse en un mi­llonario instantáneo. Pero ya lo verá. Este trabajo no es tan cansado como la mayoría de la gente se lo imagina. Sin embargo, será el más importante que haya hecho nunca, no importa la clase de ocupación que acabe es­cogiendo. Se llama trabajar sobre uno mismo.

7 En el que el joven aprende el valor de la autoimagen

El joven no había desayunado y el desgaste emocio­nal que había sufrido durante la noche anterior había aumentado su apetito. De repente, entró el ma­yordomo, llevando una bandeja con café y cruasanes, y desayunó mientras continuaba la lección, que prosiguió de la siguiente manera:
—Voy a formularle una serie de preguntas —dijo el Millonario Instantáneo— para ayudarle a que com­prenda lo que le ocurrió durante su minuto de refle­xión, que, para usted, seguramente ha sido muy corto.
—Efectivamente, lo ha sido.
—La primera observación que debe hacer es que la cantidad que ha escrito sobre este trozo de papel signi­fica mucho más de lo que usted piensa. De hecho, esta cantidad representa casi hasta el último penique lo que usted cree que vale. A sus ojos, quiera admitirlo volun­tariamente o no, usted vale 30.000 libras al año. Ni un penique más ni un penique menos.
—No entiendo por qué dice eso —observó el jo­ven—. El hecho de que yo haya escogido esa cantidad en particular significa que pienso con claridad y que tengo los pies bien puestos en el suelo. No veo cómo po­dría ganar más en estos momentos. Después de todo, no tengo ningún título, el saldo de mi cuenta en el banco está prácticamente a cero y estoy en paro.
—Su forma de pensar es válida, no lo dudo, y la respeto. El único problema es que esta actitud es la cau­sa de su actual situación. Las circunstancias externas en realidad no tienen mucha importancia. Téngalo siempre muy presente: todos los hechos de su vida, sean emo­cionales, sociales o profesionales, son el reflejo de sus pensamientos. Pero, como su mente todavía no está for­mada, no puede comprender este principio. Su mente continúa aceptando la ilusión un tanto generalizada de que los factores externos juegan un papel en determinar cómo será su vida, cuando en realidad todo en la vida es una cuestión de actitud. La vida es exactamente tal cual nosotros la representamos. Todo lo que le ocurre, le su­cede debido a sus pensamientos. De manera que, si us­ted quiere cambiar su vida, debe comenzar por cambiar sus pensamientos. No dudo que usted considera todo esto un tanto trivial. Muchos individuos niegan obsti­nadamente este principio.
Al darse cuenta de que el joven estaba pendiente de cada una de sus palabras, el millonario añadió rápida­mente:
—Todos los que han conseguido grandes cosas en la vida, no importa en qué campo, siempre han ignora­do las objeciones planteadas por los pensadores racio­nales y los intelectuales. No importa lo que digan, sus pensamientos son en esencia materialistas. No dejan de discutir y razonar sobre todas las cosas. Pero, si lo mi­rarnos bien, sus discusiones son bastante estériles.
»Sin embargo —continuó— no debe usted creer que estoy en contra de la inteligencia. Muy al contrario. La lógica y el razonamiento son necesarios para conse­guir el éxito. Pero no suficientes. Deben ser instrumen­tos y fieles sirvientes, nada más. No obstante, en la ma­yoría de los casos, se convierten en obstáculos en el camino de los grandes logros, que son creados sólo por aquellos que tienen fe en los poderes de la mente. Estas personas de éxito jamás permiten que las circunstancias les preocupen demasiado, y esto atrae la fortuna hacia ellos, de una forma casi milagrosa. Si se fija con aten­ción, verá que las circunstancias que tuvieron que afrontar en el pasado los grandes triunfadores no eran diferentes a las que debieron hacer frente sus contem­poráneos. A menudo, por cierto, estas circunstancias fueron incluso más difíciles, pero esta situación simple­mente les llevó a buscar aún con más ahínco en sus re­cursos interiores. Todos estos triunfadores creían firme­mente que conseguirían grandes logros. Todos aquellos que se hicieron ricos estaban profundamente convenci­dos de que se harían ricos. Y por eso triunfaron.
«Pero volvamos a nuestro trozo de papel —conclu­yó el anciano— y respóndame a esta pregunta. Esta ci­fra de 30.000 libras que ha escrito no es, con toda se­guridad, la primera cantidad que se le ha pasado por la cabeza, ¿verdad?
—Tiene usted razón, no lo es.
—¿Y cuál ha sido la primera?
—No se lo podría decir. Mi cabeza estaba llena de cifras.
—¿Por ejemplo?
—Bueno, 50.000 libras.
—¿Y por qué no la ha escrito?
—No lo sé. Supongo que me ha parecido que estaba totalmente fuera de mi alcance.
—Lo seguirá estando hasta que usted crea que pue­de conseguirla. Dado que ha comenzado con sólo 30.000 libras, tenemos una tarea urgente por delante; de lo con­trario tardará muchísimo tiempo en convertirse en millo­nario. Así que escriba la cifra más alta que a usted le pa­rece que puede conseguir.
El joven le obedeció. Tras un instante de reflexión, apuntó 40.000 libras.
—¡Felicidades! —respondió el Millonario Instan­táneo—. Acaba de ganar usted 10.000 libras en un se­gundo. ¿No está mal, eh?
—Pero todavía no las he ganado.
—Es como si lo hubiera hecho. Ha dado un gran paso. Ha aumentado su autoimagen al considerar que podría ganar 40.000 libras en lugar de 30.000. No es un enorme avance, pero de todas maneras es un adelanto. Después de todo, Roma no se construyó en un día. Den­tro de usted hay una ciudad oscura, una especie de Roma, y ciertamente lo mismo les ocurre a todos los se­res humanos. Por asombroso que parezca, esta ciudad es exactamente como usted se la imagina. Es sorprendente­mente flexible. El tamaño de su ciudad depende de la cir­cunferencia exacta que usted le asigne. Poca gente sabe que esta ciudad interior existe. Los límites que usted le fija son conocidos comúnmente como su «autoimagen». Al aumentar la cifra que usted ha escrito, ha puesto en movimiento el proceso de expansión de los límites de su ciudad. Y su Roma interior ha crecido al mismo tiempo. Todos los sabios pensadores han dicho durante siglos que la mayor limitación que el hombre puede imponerse a sí mismo, y en consecuencia el obstáculo más grande a su triunfo, es mental. Amplíe sus límites mentales y amplia­rá su vida. Las condiciones de su vida habrán cambiado como por arte de magia. Esto se lo juro solemnemente.
—Pero ¿cómo puede saber cuáles son mis limita­ciones mentales? —preguntó el joven—. Todo esto me parece admisible pero, al mismo tiempo, bastante abs­tracto.
—Acabo de explicarle cómo encontrar los límites que encierran su mente y que se corresponden a su pro­pia imagen —le contestó el millonario—. Usted lo ha plasmado en términos concretos al escribir esa cifra. Es fascinante ver lo fácil que resulta descubrir lo que cada individuo piensa realmente de sí mismo. Cada vez que alguien realiza este ejercicio, una sola cifra revela inme­diatamente su verdadera autoimagen. Se ve enfrentado con sus limitaciones mentales, que se corresponderán exactamente con los límites que encontrará en la vida. La vida se inclinará ante los límites que él se ha fijado a sí mismo, sea o no consciente de este hecho. Lo más trá­gico de todo esto, es que las personas que generalmente fracasan son las menos conscientes de estos principios clave del éxito y la fortuna. Por el contrario, los indivi­duos de éxito son conscientes de este fenómeno y han hecho todo lo posible para trabajar en su autoimagen. Al principio —prosiguió—, la forma más fácil para con­seguirlo es coger una hoja de papel en blanco y escribir cada vez cantidades más grandes. En cualquier caso, una cosa está bien clara. No podrá hacerse rico si no está convencido de que puede hacerlo. La imagen que usted cree de sí mismo debe corresponder a la de una persona que puede hacerse rica. Así que vamos a reali­zar otra vez nuestro pequeño ejercicio. Esta vez escriba una cifra más arriesgada.
El joven pensó por unos instantes y luego, sin con­trolar su inquietud, anotó 60.000 libras, confesando, inmediatamente, que eso era el máximo que podía tener esperanzas de ganar.
—Tal vez sea el máximo que tenga esperanzas de ganar, pero de ninguna manera es el máximo que usted puede ganar. Es una cifra bastante modesta. Algunas personas la ganan en un mes, otras en una semana, in­cluso en un día, cada día del año. En cualquier caso, permítame que le felicite. Ha hecho usted un progreso asombroso, ha doblado su autoimagen y extendido considerablemente sus límites mentales. No tanto como yo hubiera deseado, pero no quiero meterle prisa. Tiene que comenzar por fijarse un objetivo que considere atrevido, pero al mismo tiempo razonable. De otra ma­nera, le resultaría demasiado difícil creer en ello. El se­creto de una meta es que debe ser al mismo tiempo am­biciosa y estar a su alcance. Jamás lo olvide cuando al final tenga que fijarse una meta. Por otro lado, tampo­co se olvide de que la mayoría de las personas son su­mamente conservadoras. Tienen miedo de que sus limi­taciones mentales se rompan. Las han convertido en una especie de hábito. Están acostumbradas a llevar una existencia mediocre y no quieren más, convencidas de que así es la vida. Están demasiado asustadas para soñar. Pero usted no debe tener miedo de ampliar sus lí­mites mentales, ya que con el simple hecho de escribir una serie de cantidades cada vez más grandes, vea lo que se puede conseguir en una hora. Por ejemplo, fíjese en usted mismo. Ha conseguido doblar su objetivo en cuestión de minutos. Más tarde —prosiguió—, cuando esté a solas en su cuarto, haga el siguiente ejercicio. Siéntese en la intimidad de su dormitorio y escriba el curso de su destino financiero de la siguiente manera. Anote: dentro de seis años, a partir de hoy, me conver­tiré en millonario. Esta es la aplicación práctica de mi secreto para convertirse en millonario instantáneo. Pro­bablemente no estará de acuerdo con el hecho de que tendrá que esperar seis largos años para hacerse millo­nario. Lo comprendo, pero sólo le llevará un segundo girar la llave secreta que le asegurará su destino finan­ciero y su fortuna. En cuanto a mí, a pesar de que co­mencé con 10.000 libras que me prestó un viejo millo­nario, me costó exactamente cinco años y nueve meses hacer mi primer millón. A partir de entonces, he pros­perado utilizando la misma fórmula cada vez. Esta fór­mula siempre ha sido objeto de burla por parte de mu­chas personas, y esto no va a cambiar. Sin embargo, ¡los que se reían tanto, no son ricos!
El joven movía la cabeza, pensativo. En realidad, no sabía qué decir. Estaba convencido a medias. Pero todo eso le resultaba demasiado fácil.
—Como es obvio —continuó el Millonario Instan­táneo— la fórmula sólo es válida para aquellos que quieran convertirse en millonarios. Al fin y al cabo, no todo el mundo tiene esta ambición. Y esta es precisa­mente la belleza de este secreto. Vale perfectamente para cualquier tipo de sueño, desde el más modesto al más extravagante. Le puede hacer ganar 5.000 libras extras al año o doblarle los ingresos anuales, algo que, por cierto, es completamente factible. Así que, si no le importa, váyase un rato a su habitación mientras yo vuelvo a mis preciosas rosas, y escriba la frase que le he dicho: dentro de seis años a partir de hoy, me habré he­cho millonario. Por lo tanto, el..., escriba el día, el mes y el año, seré millonario. Asegúrese de que toma nota de cualquier cosa que se le pase por la cabeza, no importa lo que sea. Encontrará unas cuantas hojas de papel en el escritorio. Y no olvide lo que le voy a decir: mientras no se acostumbre a la idea de que se convertirá en millona­rio, mientras no lo integre en su vida, y por lo tanto en sus pensamientos más íntimos, nada podrá ayudarle a hacerse millonario. Ahora vaya y reflexione sobre mi fórmula, que se convertirá en el principio que le guiará durante los primeros seis años.

8 En el que el joven descubre el poder de las palabras

Una hora más tarde, el mayordomo fue a buscar al joven, que no se había dado cuenta del paso del tiempo, de tan enfrascado como estaba con el ejercicio que el excéntrico millonario le había propuesto.
El mayordomo le explicó que el señor le esperaba en el jardín, y le acompañó hasta allí, sin decir nada más. Su anfitrión estaba sentado en el mismo banco donde le había encontrado el primer día, contemplando una rosa recién cortada. Alzó la cabeza cuando le oyó venir. Parecía en éxtasis; una gentil sonrisa iluminaba su rostro.
—Y bien, ¿qué tal ha ido? —preguntó—. ¿El ejerci­cio le ha dado resultado?
—Sí, lo ha dado. Pero tengo un montón de pregun­tas que formularle.
—Para eso estoy aquí —replicó y le invitó a que se sentara a su lado.
—Lo que más me preocupa —manifestó el joven— es que no entiendo de ninguna de las maneras cómo puedo convertirme en millonario a partir de hoy, aun­que escriba esta frase loca y medite sobre ella. Mi pre­gunta es: ¿cómo puedo convencerme a mí mismo de que me haré millonario si ni siquiera sé en qué quiero tra­bajar? Y, además, todavía soy demasiado joven para pretender ser millonario.
—Esto no representa ningún problema. Muchísimas personas se han hecho ricas mucho más jóvenes que us­ted. La edad no es una barrera. El principal obstáculo es desconocer el secreto, o conocerlo y no aplicarlo. En rea­lidad, hay un único medio para conseguirlo. Y es el mis­mo que ha utilizado para persuadirse a sí mismo de que no podría convertirse en millonario a pesar de que lo de­seaba. Durante los próximos días o en unas pocas sema­nas, como máximo, usted desarrollará la personalidad de un millonario instantáneo. Como es lógico, le costará algún tiempo desmontar todo lo que ha construido du­rante años. El secreto reside en las palabras, combinadas con las imágenes, que es la forma particular que tienen los pensamientos de expresarse a sí mismos. Cada pen­samiento tiende a manifestarse en su vida de una mane­ra u otra. Cuanto más fuerte sea el carácter de una per­sona, más poderosos serán sus pensamientos y más rápidamente tenderán a convertirse en realidad, forman­do así las circunstancias de su vida. Esto, indu­dablemente, inspiró a Heráclito su sabia máxima: «El carácter es igual al destino». El deseo es lo que mejor apoyará sus pensamientos. Cuanto más apasionado sea su deseo, con más rapidez aparecerá en su vida la cosa que desea. La forma de hacerse rico es desearlo fervien­temente. En cada aspecto de la vida, la sinceridad y el fervor son los ingredientes necesarios para el éxito.
—Todo esto está muy bien y deseo con toda since­ridad hacerme rico —replicó el joven—. He hecho todo lo que estaba a mi alcance para conseguirlo. Pero nada ha dado resultado.
—El deseo ardiente es necesario, pero no suficiente. Lo que le falta es fe. Usted debe creer que se convertirá en millonario.
—¿Y cómo puedo conseguir esa fe?
—He leído muchísimos libros sobre este tema. Y lo que mi propio maestro me enseñó se corresponde a las conclusiones a las que se llega en ellos. La única mane­ra de tener fe es repitiendo las palabras. Las palabras tienen un impacto extraordinario en nuestra vida inte­rior y exterior. La mayoría de las personas desconocen totalmente este principio o no lo utilizan... Perdón, re­tiro esto último, utilizan el poder de las palabras, pero en general en detrimento propio. Las palabras son om­nipotentes.
—No quisiera contradecirle —dijo el joven— pero creo que está usted exagerando. No puedo entender cómo las palabras pueden ayudarme a convertirme en millonario. Pueden tener una cierta importancia, pero estará de acuerdo conmigo en que será sólo relativa.
El Millonario Instantáneo no respondió a las obje­ciones del joven. Estaba ensimismado en sus pensa­mientos. Entonces, de repente, dijo:
—En el escritorio de su habitación, he dejado un viejo escrito que explica esta teoría de una forma muy clara. Por favor, vaya a buscarlo. Es muy breve. Léalo y después vuelva a aquí conmigo. Continuaremos nuestra charla más tarde. Si desea disponer de mayor intimidad cierre la puerta de su dormitorio.
El joven hizo lo que le había pedido. Volvió a su habitación, cerró la puerta y comenzó a buscar el escrito en el escritorio. No encontró nada, aparte de una carta que, al parecer, iba dirigida a él, aunque su nombre no estaba escrito en el sobre. En letras muy claras ponía:
CARTA A UN JOVEN MILLONARIO.
La abrió. En el papel había una sola palabra escri­ta en tinta roja:
ADIÓS. Estaba firmada: El Millonario Instantáneo.
El corazón del joven comenzó a agitarse en su pe­cho, y en aquel momento, oyó un sonido. Se dio la vuel­ta y vio un ordenador que no había visto antes. Alguien debía haberlo puesto ahí durante su ausencia. La im­presora estaba funcionando. Se acercó a la máquina y comenzó a leer el texto. Era una sola frase que se repe­tía una y otra vez:
LE QUEDA UNA HORA DE VIDA
LE QUEDA UNA HORA DE VIDA
LE QUEDA UNA HORA DE VIDA
LE QUEDA UNA HORA DE VIDA
LE QUEDA UNA HORA DE VIDA
Si se trataba de una broma, era de muy mal gusto. Sin embargo, tenía que tratarse de una broma. ¿Por qué querría verle muerto el Millonario Instantáneo? Él no le había hecho nada. Pero todo era tan extraño en ese lu­gar. Tal vez ese hombre no fuera más que un loco, que ocultaba sus instintos asesinos tras un manto de falsa bondad.
El joven estaba sumamente confundido. Pero tenía una cosa clara: se tratara o no de una broma, no estaba dispuesto a correr riesgos. Escaparía de allí, se olvidaría del cheque, del secreto y de las teorías mágicas que el millonario había empleado para engañar a su ingenuo visitante.
Dejó caer la carta al suelo y fue hasta la puerta, pero estaba cerrada con llave. Le sobrecogió el pánico. Comenzó a tirar furiosamente del picaporte, tratando de forzar la puerta, pero sin éxito alguno. Esta vez, el millonario había ido demasiado lejos.
En ese momento fue preso de la más completa de­sesperación. Corrió hasta la ventana y vio al millonario trabajando en su jardín. Sin detenerse a considerar si lo que hacía tenía el menor sentido, comenzó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Nadie le respondió. Gritó todavía con más fuerza. Una vez más. Nadie le respondió. ¿Es que el millonario era sordo? No se lo ha­bía parecido cuando había hablado con él. Entonces apareció el mayordomo en el jardín. Le llamó con gritos histéricos. Pero fue como gritar en el desierto.
¿Qué clase de horrible pesadilla estaba teniendo? No era posible que los dos se hubieran vuelto sordos de repente. Volvió a gritar. Apareció otro sirviente, unos pocos pasos detrás del mayordomo. Pero tampoco pa­reció escuchar en absoluto sus gritos de auxilio. El jo­ven se fue desesperando más y más, a medida que pasa­ban los minutos. Sin lugar a dudas, era víctima de un insidioso y bien tramado plan, y había caído directa­mente en manos del enemigo.
Volvió a pensar en la posibilidad de escaparse por la ventana. Pero reconoció que era demasiado arriesga­do. Se rompería la crisma. De pronto, vio el teléfono. ¡Era un verdadero idiota! ¿Cómo es que no se le había ocurrido antes? ¿A quién llamaría? ¿A la policía? ¿Y qué pasaría si todo esto no fuera más que una broma y quedara como un mentiroso?
Marcó el número de información. La telefonista te­nía una voz muy extraña, pero cuando le dijo que que­ría comunicarse con la comisaría de policía más cerca­na, le dio el número. Lo marcó rápidamente, pero comunicaba. ¡Qué sonido tan desagradable! Volvió a marcar. Seguía comunicando. Evidentemente, no era su día. Lo intentó una vez más, y de repente, se dio cuenta de que el número que estaba marcando lo tenía delante de sus ojos, no porque él lo hubiera anotado, sino por­que correspondía al teléfono que estaba utilizando. Es­taba llamando a su propia habitación. ¡Qué engaño!
Una vez más intentó forzar la puerta, pero sus es­fuerzos fueron inútiles. Así que volvió a la ventana. En­tonces, vio a un hombre que se acercaba a la casa. Iba vestido con una amplia capa negra y un gran sombrero de alas anchas. A esas alturas, estaba casi sofocado por el terror. ¿Sería un asesino a sueldo que venía a matar­le? Estaba atrapado como una rata. Iba a morir. No te­nía forma de escapar.
Inmediatamente, escuchó unos pasos que se acerca­ban lentamente a la puerta. Estaba en lo cierto. Había llegado su hora. Se apartó de la puerta, buscando a iz­quierda y derecha algo con qué defenderse. Escuchó gi­rar la llave en la cerradura. Se movió el picaporte y la puerta se abrió. Allí, de pie en el umbral había una som­bra deformada y oscura, que rápidamente se transformó en la figura de un hombre. En un primer momento, no dijo ni una sola palabra. Simplemente, permaneció allí, inmóvil, como una estatua. De pronto, metió una mano en el bolsillo. El joven pensó que iba a sacar una arma. Pero no fue así, ya que lo que sacó de él aquel inquie­tante y misterioso desconocido fue una carta. Al mismo tiempo, levantó el ala de su sombrero y el joven, completamente hipnotizado, esperando sin aliento lo peor, vio la cara del millonario que resplandecía de malicia.
—Ha olvidado usted su carta en el jardín —dijo el Millonario Instantáneo, cuyo disfraz, superados ya sus temores, le pareció muy divertido al joven—. ¿Ha en­contrado el escrito?
—No, no lo he encontrado. En cambio he podido leer esto —replicó el joven, ahora ya completamente tranquilizado ante el tono de voz amistoso del anciano.
Se agachó y recogió la carta del suelo.
—¿Cuál es el significado de toda esta grotesca far­sa que acaba de interpretar? —quiso saber el joven—. Podría demandarlo si...
—Pero... si no son más que palabras, unas pocas palabras escritas sobre un trozo de papel. ¿De verdad que me llevaría ante los tribunales por un insignificante trozo de papel? ¿No me había dicho que no creía en el poder de las palabras? Mire usted el estado en que se encuentra...
El joven comprendió de pronto a qué se refería el millonario.
—Yo sólo quería darle una rápida lección. La expe­riencia enseña mucho mejor que la mera teoría. Para de­cirlo en pocas palabras, la experiencia es vida. ¿No era ésta la filosofía de Goethe? Gris es el color de la teoría; verde el color del árbol de la vida. ¿Comprende ahora el poder que tienen las palabras? —prosiguió el anciano—. Y otra cosa: su poder es tan grande que ni siquiera nece­sitan ser verdad para que tengan efecto sobre la gente. Le aseguro que en ningún momento he tenido intención de matarle.
—¿Cómo iba yo a saberlo? —exclamó el joven, que se iba tranquilizando poco a poco.
—Podría haber empleado su cabeza para pensar un poco. ¿Por qué demonios iba a querer matarle? Usted jamás me ha hecho ningún daño. Y, aunque me lo hu­biese hecho, jamás me hubiera vengado de este modo. Todo lo que deseo es cuidar mi rosaleda, que es sólo un pálido reflejo del hermoso jardín que me aguarda. Us­ted tendría que haber confiado en su sentido común. Sin embargo, ¿se ha dado cuenta de la poca fuerza que tie­ne la lógica en una situación como ésta? Cuando usted nos ha llamado desde la ventana del dormitorio, y no­sotros hemos simulado no oírle, estaba realmente deses­perado. El error que ha cometido no ha sido leer la amenaza, que era pura invención, sino creérsela. Al ha­cerlo, ha obedecido instintivamente a una de las gran­des leyes que gobiernan la mente humana. Cuando la imaginación y la lógica están en conflicto, la primera in­variablemente es la que triunfa. Su gran equivocación ha sido desesperarse por una amenaza que ni siquiera iba dirigida a usted.
El millonario se acercó entonces a la impresora, la detuvo y arrancó la hoja de papel. Se la enseñó al joven, que se quedó pasmado al comprender que la amenaza no tenía nada que ver con él. Al comienzo de la página estaba escrito un nombre: GEORGE STEVENS. El joven se sintió avergonzado. Se había dejado llevar por la deses­peración por algo que sólo era fruto de su imaginación.

9 En el que al joven se le muestra por primera vez el corazón de la rosa

Hoy ha aprendido usted muchas cosas impor­tantes —le dijo el millonario—. Y no sólo las ha comprendido con la cabeza, sino también con el co­razón. Ahora ya sabe que las palabras pueden afectar profundamente nuestra vida, lo queramos o no. Usted ni siquiera era el blanco de las amenazas que imprimía la computadora, y, sin embargo, se ha llevado, innecesaria­mente, un susto de muerte... Pero, de hecho, no pode­mos decir que haya sido innecesario, porque gracias a ello ha aprendido una valiosa lección. Un pensamiento, aun cuando sea falso, puede afectarnos si creemos que es verdadero. Pero cuando aprendemos a distinguir el valor de un pensamiento, el valor que le damos, nuestra men­te recobra o mantiene la calma. En realidad, ha sido su mente la que le ha dado significado a la amenaza, por­que de haber estado escrita en una lengua extranjera que usted no hubiera comprendido, entonces no le habría prestado ni la más mínima atención.
Para dar tiempo a que el joven captara el significa­do de sus palabras, el millonario hizo una pausa. Des­pués prosiguió:
—En el futuro, cada vez que se encuentre cara a cara con un problema, y el camino hacia la fortuna está plagado de obstáculos, recuerde esta amenaza. Dígase a sí mismo que el problema al que se enfrenta tiene tan poco que ver con usted como le ocurrió con aquella amenaza. Esto le puede parecer un tanto excesivo, dado que usted es el único que tiene que enfrentarse al pro­blema. Pero asegúrese de que la ansiedad que genera re­caiga sobre los hombros de otro. Apúntelo en otra di­rección. No sé si soy lo bastante claro. Quiero decir que jamás debe permitir que un problema adquiera tanta importancia ante sus ojos que le traumatice. En el mo­mento en que usted alcance este punto, y le aseguro que no es fácil, dominará una técnica infalible y será capaz de satisfacer todos sus sueños. Sin embargo, permítame que le haga una advertencia. El viaje será largo y muy arduo antes de que consiga dominarla. Pero no renun­cie jamás. Se lo prometo, el esfuerzo valdrá la pena. Puede ser que un día llegue a comprender que éste es el fin último de la vida. Lo demás no tiene importancia.
Después de expresarle este mensaje, el millonario permaneció en silencio. Parecía estar absorto en sus pensamientos. La tristeza llenaba sus ojos. No obstan­te, añadió unas cuantas palabras más, como si fueran una conclusión de todo lo que había dicho hasta el mo­mento:
—La vida puede ser un jardín de rosas o el infierno en la tierra, de acuerdo con el estado de ánimo de cada cual. Piense en las rosas. Piérdase en el corazón de una rosa cada vez que se presente un problema. Y recuerde que la amenaza iba dirigida a algún otro. Si usted lo de­sea, los problemas siempre estarán dirigidos a algún otro.
Puso un énfasis particular en las siguientes pala­bras:
—La mayoría de las personas comprenden lo que le acabo de decir. Creen que no es más que un puro y vul­gar optimismo. Pero es mucho más profundo que todo eso. Es uno de los mayores principios de la mente. Para aquellos que son incapaces de ver el mal, el mal no exis­te. El mundo no es sino el reflejo del ser interior. Las condiciones de su vida no son sino la imagen reflejada de su vida interior. Si usted no tiene debilidades, nada que atraiga los problemas o al mal, entonces el mal no le tocará, ni el peligro le amenazará. Reafirme constan­temente el principio de que el mal no existe, y concén­trese en el corazón de la rosa. Aquí encontrará usted la verdad y la intuición que necesitará para que le guíe a través de la vida. También encontrará algo que es muy escaso en la tierra: el amor por cualquier cosa que haga, y el amor por los demás. Este es el doble secreto de la auténtica riqueza.

10 En el que el joven aprende a dominar su mente inconsciente

Después de este largo y sincero parlamento, el ancia­no millonario pareció haber quedado exhausto, y permaneció en silencio durante varios minutos. Pasa­dos los cuales continuó, pronunciando con cuidado cada palabra.
—Esta es la razón por la cual la fórmula que le he dado es tan poderosa. Y aunque al principio usted crea que es muy poco probable que llegue a convertirse en millonario, seguro que será capaz de convertirse en uno de ellos. Simplemente haga con la fórmula lo mismo que ha hecho con la carta. Acepte lo que dice como la verdad, porque el secreto más grande de todos los lo­gros está en la creencia. Si usted tiene fe en que es capaz de conseguir algo, lo conseguirá.
—Mi único problema es creer que me podré con­vertir en millonario de aquí a cinco años. En el caso de la carta, me dejé engañar, perdí la cabeza. Pero esta fór­mula es algo completamente distinto.
—Incluso en el caso de que no crea usted en la fór­mula, ésta comenzará a actuar sobre usted. Cuanto más la interiorice, más poderosa se hará. La ventaja es que no es a su mente racional o consciente a la que tiene que convencer. Recuerde la amenaza. A usted le pareció ab­surda, y con razón. Pero, por así decirlo, fue más fuerte que usted. Parte de usted, su imaginación, la aceptó como real. Y la imaginación es lo que algunos llaman la mente inconsciente. Es la parte oculta de su mente, y mucho más poderosa que su parte visible. Es la que guía toda su vida. Podría pasarme horas hablándole de la teoría del inconsciente. Pero tendrá bastante con saber que el inconsciente es extremadamente susceptible al poder de las palabras. ¿Ahora ya sabe por qué encuen­tra tantas dificultades para creer el muy posible y reali­zable hecho de que pueda convertirse en millonario en menos de seis años?
—Lo siento, pero no.
—Bueno, el hecho es que durante años y años, fra­ses y pensamientos, o sea palabras, se han ido grabando en su inconsciente. Profundamente. De hecho, cada ex­periencia, cada pensamiento que ha tenido, cada pala­bra que ha escuchado a lo largo de su vida, se ha ido grabando de manera indeleble en su inconsciente. Al fi­nal, toda esta prodigiosa memoria se convierte en la propia imagen de la persona. Sin que usted se diera cuenta, sus experiencias pasadas y el monólogo interior que usted mantiene consigo mismo le han convencido de que usted no es el tipo de persona que puede conver­tirse en millonaria, a pesar de que, hablando de forma objetiva, tiene todas las cualidades para hacerlo y mu­cho más fácilmente de lo que se imagina. Su autoimagen es tan poderosa que sin saberlo se convierte en su destino. Las circunstancias exteriores acaban encajando con la imagen que tiene de sí mismo con sorprendente pre­cisión. Por lo tanto, para hacerse rico, usted tiene que elaborar una nueva imagen de sí mismo.
—Estoy seguro de poder hacerlo, pero esto conti­núa sin resolver el problema. Estoy totalmente dispues­to a aceptar todas estas teorías. La única dificultad es que no alcanzo a ver cómo voy a convencerme a mí mis­mo de que puedo convertirme en millonario.
—Es muy fácil, ¿no lo entiende? Piense en la ame­naza de hace unos instantes. No era cierta, pero le afec­tó como si lo fuera. Todo lo que tiene que hacer es apli­carse la misma jugarreta a usted mismo. Su inconsciente no se dará cuenta del truco. Cuando usted era pequeño, e incluso después, cada vez que aceptaba una sugeren­cia, aun en el caso de que fuera falsa, estaba engañando a su inconsciente. En cualquier caso, usted le estaba for­zando a que aceptaba algo que, a todas luces, no era verdad. Así que ahora haga lo mismo. Su inconsciente puede ser influido a voluntad. Y una vez que haya in­fluido en él en el sentido que a usted le interesa, lo que es básicamente un juego de niños, será capaz de obtener exactamente lo que desea de la vida. ¿Por qué? Pues porque su inconsciente estará convencido de que usted puede conseguir todas estas cosas. Las aceptará como verdaderas de la misma manera que ahora acepta el he­cho de que no puede hacer nada más. Esto se vincula a lo que le he dicho antes. El hombre es el reflejo de los pensamientos guardados en su inconsciente.
Al ver que el joven estaba cada vez más interesado en las cosas que le decía, el millonario decidió seguir adelante.
—Lo más importante es fingir que algo es verdad.
¿Por qué esto funciona con el inconsciente? Simplemen­te porque, a pesar de que el inconsciente puede ser po­deroso, es incapaz de discriminar entre la verdad y la mentira. Piense una vez más en la amenaza de esta ma­ñana. Su inconsciente no fue capaz de diferenciar entre lo que era y no era objetivamente cierto. Y reaccionó de una manera muy específica. Si su mente no hubiera aceptado la sugerencia contenida en esa carta, si hubie­se, digamos, cerrado la puerta al inconsciente, usted no habría tenido la violenta reacción que tuvo. Se hubiera quedado perfectamente tranquilo y esperado a que la si­tuación se aclarase por sí misma.
—Sí, pero ¿qué sucede si hay un conflicto entre el consciente y el inconsciente? ¿Qué pasa si mi mente consciente se niega a aceptar la idea de la riqueza?
—La única solución, además de ser la mejor e in­dudablemente la más rápida, es la repetición.
—¿La repetición?
—Así es. Esta técnica se conoce comúnmente como autosugestión. Cada uno de nosotros estamos someti­dos a ella a lo largo de nuestras vidas. A diario nos ve­mos influidos por sugestiones internas y externas. El monólogo interior que todos mantenemos continua­mente con nosotros mismos da forma a nuestras vidas. Algunos nos repetimos que jamás tendremos éxito, por­que provenimos de una familia de perdedores, o porque hemos tenido fracasos que, a nuestros ojos, parecen de­finitivos. Así que vamos de fracaso en fracaso, no por­que no tengamos las cualidades necesarias para triunfar sino porque es así como inconscientemente pensamos que somos. Algunos hombres creen que jamás podrán conquistar a una mujer —continuó el millonario—. Y, sin embargo, les sobra encanto. Por una razón u otra, las mujeres huyen de ellos como de la peste. El poder de su autoimagen, que es el reflejo del inconsciente, vuelve a ser una vez más el responsable de esto. Crea el tipo de circunstancias que hace que las mujeres huyan de esas personas. Pero la repetición de fórmulas negativas —concluyó—, que tiene un impacto tan tremendo en nuestras vidas, también puede ser utilizada de una ma­nera diferente. Y esto es lo que vamos a hacer. El in­consciente es un esclavo que puede dominarnos porque es inmensamente poderoso. Pero también es ciego y us­ted tiene que aprender a engañarle.
Sería mucho decir que el joven comprendía todo lo que el millonario le estaba diciendo, pero, no obstante, la impresión general que recibía le parecía positiva. Sen­tía que el anciano estaba poniendo el dedo sobre su problema, y estaba ansioso por descubrir más sobre el tema.
—La belleza de esta teoría reside en que no es nece­sario creer en ella para ponerla en práctica —dijo el mi­llonario—. Pero para conseguir resultados usted tiene que utilizarla. Los resultados no vendrán por sí solos, como por arte de magia. Sin embargo, el secreto es sim­ple: todo, como ya le he dicho, depende de la repetición. Incluso aunque al principio no lo crea, inténtelo, al me­nos durante un par de días. Es tiempo suficiente para que comience á notar sus efectos. Esta fórmula podrá parecerle simple —prosiguió— o tal vez simplista, pero permítame decirle que es el secreto más poderoso sobre la faz de la tierra. Recuerde las primeras palabras de la Biblia: «Al principio fue el Verbo». El Verbo, que quería decir el habla. La autosugestión juega un papel prepon­derante en nuestra vida. Si usted continúa sin percatar­se de ella, seguirá trabajando contra usted la mayoría de las veces. Y a la inversa, si decide utilizarla, todo su tremendo poder quedará a su disposición.
—Bueno, creo que me ha convencido, a pesar de que si le digo la verdad, todavía no comprendo muchas cosas acerca de esta teoría —dijo el joven.
—Muy bien. Estofes lo que tiene que hacer. Al prin­cipio quizá le parezca que es demasiado fácil, pero de­berá basar sus juicios en los resultados que obtenga más que en criterios intelectuales.

11 En el que el joven y su mentor discuten cifras y fórmulas

El millonario se sentó frente a su escritorio e invitó al joven a que hiciera lo mismo. Tomó unas cuantas hojas de papel y una pluma estilográfica y escribió unas cuantas líneas.
—Su fórmula podría tener este aspecto —le expli­có. Las líneas escritas por el anciano decían lo siguien­te—: Para el final de este año, tendré activos por un va­lor de 31.250 libras. Doblaré estos activos cada año durante cinco años, y entonces (había dejado un espacio en blanco) seré millonario.
»No debe usted confundir activos con ingresos —le dijo al joven—. Sus activos son lo que le queda después de pagar los impuestos y las facturas. Pueden ser inversiones inmobiliarias, acciones de una compa­ñía o ahorros en un banco o en una sociedad inversora. Ahora, si usted quiere hacerse millonario en seis años, que es un objetivo realista que yo le propongo, su fór­mula tendrá que basarse en este modelo. Si tiene acti­vos por un valor de 31.250 libras para el final del pri­mer año, tendrá que duplicarlos cada año. ¡Y al cabo de seis años será millonario! ¿Por qué tiene que dupli­car sus activos cada año? Pues porque es una operación simple que su inconsciente puede manejar con facili­dad. Y le resultará más fácil de recordar. Además, tam­bién le garantizará un crecimiento constante. De esta manera, no tendrá que asumir el riesgo de esperar al séptimo año para convertirse en millonario. Asimismo —continuó—, esta fórmula es virtualmente obligada, si pretende hacerse millonario en un periodo tan breve como son seis años. Pero tal vez no pueda conseguir ac­tivos por un valor de 31.250 libras para el final del pri­mer año, y así poder duplicarlos en el segundo. Si este punto de partida le parece a usted demasiado ambicio­so, entonces concédase a sí mismo otro año. ¡Conver­tirse en millonario en siete años no está nada mal que digamos! Entonces su meta para el primer año será de 15.625 libras. Créame cuando le digo que no es una cosa imposible de alcanzar. Y si usted está convencido de que puede tener unos ahorrillos de 15.625 libras para el final del primer año, los tendrá. Ahora bien, si esto todavía le sigue pareciendo demasiado ambicioso, concédase otro año más, lo cual totaliza ocho. Enton­ces, la meta de su primer año será de 7.812,59 libras. Con su fórmula: YO SERÉ MILLONARIO PARA EL (y aquí pone usted el mes y el año, en un plazo de cinco, siete o diez años), también se fijará unos objetivos a corto plazo, etapas que le ayudarán a motivarse en su viaje por el camino hacia la riqueza. Y, desde luego, es fun­damental tener una meta para cada año. La cosa más importante, sin embargo —le dijo al joven—, es escri­bir sus metas en un papel. No le hará ningún daño. Las cantidades se le harán cada vez más familiares a medi­da que juegue con ellas. Miles de personas quieren hacerse ricas, pero, ni siquiera una de cada cien toma la iniciativa de trazar la ruta que pretende seguir para al­canzar su meta. ¡Sea diferente! Prepare sus planos y mapas. Trace proyectos hasta que encuentre el plan que más le convenga. Será su plan. Si quiere inspirarse, utilice los ejemplos que le he dado, y después deje que su imaginación vuele libre. Tiene que comenzar a soñar para hacerse rico. Tiene que saber cómo cuantificar su sueño, trasladándolo a sumas de dinero y fechas. Este, de hecho, será el primer ejercicio que deberá hacer. Haga bailar las cifras. Muy pronto podrá ver que este pequeño juego le revelará quién es usted en realidad. El simple hecho de poner sobre el papel sus metas, fechas límites y las sumas, es el primer paso para la transfor­mación de sus ideales en su equivalente material. Cual­quiera que quiera mantenerse firme en su ambición de convertirse en millonario en cinco o diez años, debe te­ner en cuenta este hecho: si en la actualidad está ga­nando 20.000 libras al año y no puede esperar conse­guir nada más que, digamos, un aumento del 10 por ciento, entonces jamás podrá convertirse en millonario si continúa en ese trabajo, a menos que también tenga otras actividades paralelas. No hay nada terrible o re­prochable en esto. Se trata puramente de una observa­ción objetiva. La fórmula de doblar su fortuna cada año o de incrementar sus activos con respecto al año anterior no es por cierto el único camino para conver­tirse en millonario. Sin embargo, el secreto que contie­ne, es decir, una meta cuantificada (una cantidad y una fecha tope para conseguirla), es válida para cualquiera que desee triunfar. Por ejemplo, usted puede desear únicamente aumentar sus ingresos en 5.000 libras al año. Si ahora gana usted 25.000 libras, probablemente le gustaría ganar 30.000, aunque sólo sea para permi­tirse unos cuantos lujos más. O tal vez está ganando 30.000 libras y le agradaría cobrar 40.000, lo que le permitiría cambiar de casa sin tener que preocuparse de pagar los plazos de una hipoteca. O tal vez también podría permitirse un ^automóvil nuevo, uno que fuera un poco más lujoso. Para conseguir esto, la fórmula es igual de sencilla. Simplemente repítase a usted mismo:
ESTE AÑO AUMENTARÉ MIS INGRESOS EN 5.000 O 10.000
LIBRAS Y GANARÉ 30.000 o 40.000 LIBRAS (según sea el caso).
»No necesita saber cómo lo conseguirá. Sólo debe­rá darse cuenta de que si lo único que puede esperar es un aumento del 10 por ciento anual en su actual traba­jo, y no quiere seguir perdiendo el tiempo, tendrá que obtener un ascenso o cambiar de trabajo para conse­guir su objetivo. Esto le puede parecer una perogrulla­da, pero hay miles de personas que anhelan mejorar su situación material y no hacen absolutamente nada para conseguirlo. ¿Es por ignorancia? ¿Es porque en el fon­do están satisfechas con su situación a pesar de que no dejan de quejarse un día sí y otro también? Y una vez que se haya dado cuenta de que necesita un cambio en su vida para alcanzar su objetivo, tal vez se diga a sí mismo que no tiene nada en perspectiva, y se pregunte cómo demonios va a conseguir esas 5.000 o 10.000 li­bras extra que necesita. No hay de qué preocuparse. Esto no es un problema serio. Lo que interesa es im­pregnar su objetivo inconsciente con su meta, escri­biendo con toda claridad la cantidad y la fecha. Su in­consciente hará el resto. Manténgase alerta. Y dado que usted es ahora consciente de que las cosas no me­joran por sí solas, cuando se presente la oportunidad o un golpe de suerte, aprovéchelos sin la menor vacila­ción. No permita que le paralice el miedo, que a tanta gente impide la realización de sus sueños. Usted sabe que si no hace algo, no conseguirá su aumento. Así que no vacile en dar los pasos necesarios para llegar a su meta. Correctamente programado, su inconsciente obrará maravillas para usted. Si le ha dado la orden de aumentar sus ingresos en 10.000 libras, lo hará sin duda alguna. Recuérdeselo a diario, de forma que esta tarea se convierta en una magnífica ambición. Como un misil de control remoto, superará todos los obstá­culos que encuentre en su trayectoria hasta dar en la diana. Su trabajo será el de arreglar todos los detalles correctamente. ¿Cuál es la diana? —prosiguió—. ¿Cuándo debe producirse la explosión? La diana son las 10.000 libras y la fecha para la explosión el final del año. Estos son los poderes mágicos del inconscien­te y del objetivo cuantificado. Cuando trace sus objeti­vos, tenga presente que k mayoría de las personas son demasiado precavidas. ¿Por qué? Pues porque creen que no sirven para nada. Su autoimagen está por los suelos.
Al llegar a este punto, el millonario consideró apro­piado ilustrar su teoría con una breve anécdota perso­nal.
—Hace unos años —le susurró confidencialmente al oído— yo pensaba contratar a un director general para una de mis compañías. Había calculado que podía ofre­cerle 45.000 libras. Pero cuando llegó el momento de hablar del sueldo, él me dijo en un tono seco, nervioso, casi imperativo: «No aceptaré nada que esté por debajo de las 30.000 libras». Después de una pausa bastante larga le dije, como si le estuviera haciendo una gran concesión: «Dados sus antecedentes, 30.000 libras me pare­cen un salario justo». Si me hubiera pedido 35.000 li­bras, se las habría dado. Como si hubieran sido 40.000 o 45.000, ya que esto era lo que estaba dispuesto a pa­garle incluso antes de la entrevista. Además, por la ma­nera en que se había desarrollado la charla, había que­dado tan satisfecho que incluso hubiera podido subir la cantidad hasta las 50.000 libras. Así que la persona que contraté perdió por su propio deseo 20.000 libras en cuestión de minutos. Esto es un montón de dinero.
«Imagíneselo: ¡son 200.000 libras en los primeros diez años! ¿Por qué desperdició este dinero? Simple­mente porque no creía que valiera 50.000 libras al año. Debo admitir que, después de escuchar sus expectativas de sueldo, estuve a punto de dejarlo correr y no darle el empleo. Él mismo era quien estaba en la mejor posición para establecer su propio valor, y me estaba diciendo que su capacidad como gerente sólo valía 30.000 libras cuando yo estaba buscando a alguien que valía 45.000 libras. ¿Estaba haciendo una elección equivocada? El futuro demostró que hice bien en contratarle, y me aho­rré un montón de dinero. Su problema era que le falta­ba confianza en sí mismo y subestimaba lo que valía en realidad. A lo largo de los años, fue superando este pro­blema, algo que me costó un buen fajo en aumentos de sueldo. Pero valía la pena. De este sencillo ejemplo, us­ted deberá recordar que negocié con aquel gerente de la misma manera como la vida negocia con cada uno de nosotros. Ni más ni menos. Sin embargo, solemos olvi­dar que, por lo general, está dispuesta a darnos mucho más de lo que creemos o estamos acostumbrados a pe­dir. Ya he hablado demasiado —concluyó el millona­rio—. ¿Qué deduce de todo esto, joven?
—Me parece demasiado bueno para ser cierto —arguyó él, aunque no se había perdido ni una sola de las palabras que había dicho el millonario.
—No obstante este simple y pequeño método, y ningún otro :—añadió el anciano—, es el que me ayudó a convertirme en millonario, y lo ha hecho también con todos aquellos con los cuales lo he compartido. Las pa­labras son unos agentes extremadamente poderosos. Cuanto más fuerte se haga su carácter, más se converti­rán las palabras que usted pronuncie en auténticos de­cretos. Todas sus afirmaciones alimentadas por su pro­funda convicción interior y fortalecidas por los ejercicios de la repetición, se concretarán cada vez con más rapidez.
—Después de oírle exponer su teoría me pregunto si todo esto no es más que un juego —le interrumpió el joven.
—Tal vez. Pero sólo tiene que hacer la prueba. Na­die podrá hacerla por usted. Deberá repetir su fórmula en voz alta, noche y día, al menos cincuenta veces. Y más si puede. Tal vez cien veces por día. Esto es un ejer­cicio en sí mismo. Las primeras veces me tendía en el suelo y llevaba la cuenta con los dedos cinco veces con ambas manos.
—Tiene que admitir que requiere práctica.
—Al principio verá que no le resultará muy fácil. La mente tiende a divagar. Después de repetirlo diez ve­ces, comenzará a pensar en alguna otra cosa. Cuando le suceda esto, haga que su mente se concentre y empiece de nuevo a partir de cero hasta que alcance los cincuen­ta. Si no consigue mantener una forma de disciplina tan simple será mejor que abandone cualquier sueño de ha­cerse rico... Este es el desafío que le planteo, amigo mío. Yo sé que lo puede hacer. Todo lo que necesita ahora es insistir.
—¿Por qué tengo que repetir la fórmula en voz alta?
—Porque de esta manera entrará en su mente toda­vía con más fuerza. La orden que le está dando a su in­consciente parecerá como si procediera del exterior y así sonará más imperiosa. Dígalo de una manera monó­tona, bien modulada y articulada. Pronuncie la fórmula como una letanía o un mantra, como lo llaman los bu­distas. Con el tiempo, adquirirá vida propia.
El joven estaba impresionado con las revelaciones del millonario. El anciano ya no sonreía. Hablaba con mucha seriedad, como si fuera un oráculo.
—Al principio, puede que se sienta un poco aver­gonzado por el sonido de su voz y por la fórmula que está repitiendo. Pero, gradualmente, se acostumbrará a ella. La meta que se ha fijado, y que le parecía demasia­do audaz en un primer momento, se transformará en realizable y hasta incluso en algo demasiado fácil.
—¿No cree que habrá momentos en que difícilmen­te podré dejar de reírme ante lo absurdo que resulta todo esto?
—Es precisamente entonces, más que en ningún otro momento, cuando deberá persistir. Usted debe su­perar sus dudas. Piense en mí. Estaré con usted en cada instante, incluso aunque me encuentre en mi otro jardín muy lejos de aquí. Y mis fuerzas estarán con usted. En los instantes de duda, recuerde que le he dado mi pala­bra. Usted triunfará.
—¿Está seguro de ello? —preguntó el joven, toda­vía poco convencido.
—¿Por qué iba a tener dudas al respecto? Usted se convertirá en un millonario instantáneo igual como lo hice yo. Además, usted ya se ha convertido en uno, aho­ra que comprende y acepta el principio. La ley secreta de la vida es que cualquiera que comprende el verdade­ro principio obtiene el poder. Conocerlo le brindará la libertad. Es sólo cuestión de tiempo el que usted se con­vierta realmente en un millonario. Ya lo es en su mente y esto es lo más importante de todo.
—Pero, si no tengo ni un penique.
—Entonces continúe repitiendo la fórmula secreta. Poco a poco verá cómo se produce un cambio en su in­terior. Su meta le parecerá más y más natural. Se con­vertirá en parte de su vida, de la misma manera en que la pobre imagen que tenía de usted mismo hasta ahora le parecía una parte integral de su persona, a pesar de que sólo fuera un gastado producto de su imaginación. Aquello que su mente conjuró en el pasado puede ser re­planteado de una forma diferente. De esta manera, us­ted será capaz de moldear su futuro 4e la forma que quiera, será por fin dueño de su propio destino. ¿No es éste el anhelo secreto de todo el mundo, aunque se nie­guen a admitirlo?
El joven estuvo de acuerdo. Estaba sobrecogido por la emoción. Le pareció que las palabras de aquel ancia­no tenían un significado mucho más grande del que ha­bía creído en un principio. Desde luego, sus métodos eran un tanto extraños. Pero ¿qué importancia tenía eso, siempre que funcionaran?

12 En el que el joven aprende acerca de la felicidad y la vida

Para ayudarle y apoyarle —dijo el Millonario Ins­tantáneo a su joven discípulo— ahora le reve­laré otra fórmula más general, de la que sacará enormes beneficios durante toda su vida. Le transformará tanto interiormente como exteriormente. De hecho, le permi­tirá adquirir la verdadera riqueza, que no consiste sola­mente en la adquisición de posesiones materiales. Es mucho menos específica que eso. Es una actitud mental hacia la vida. Permítame que le dé algunos consejos —continuó—. Desde luego, la fórmula del dinero le permitirá conseguir y probablemente superar incluso sus objetivos financieros. Sin embargo, durante la bús­queda de la riqueza nunca pierda de vista el hecho de que, si deja de ser feliz, no habrá conseguido nada. Ob­tener dinero puede transformarse fácilmente en una ob­sesión que le impedirá disfrutar de la vida. Como dice un famoso refrán: ¿Cuál es la ganancia del hombre que consigue el mundo pero pierde su alma? Esta pregunta puede despertar sonrisas en aquellos que la encuentran demasiado metafísica o religiosa. Yo creo que el dinero es un sirviente magnífico pero un amo tiránico.
—¿Quiere usted decir que la felicidad y el dinero no pueden coexistir?
—Lejos de mí tal intención, pero deberá estar siem­pre muy alerta para que no domine su mente. John D. Rockefeller, que era el hombre más rico del mundo, es­taba tan preocupado, tan aplastado por el peso de sus preocupaciones, que a los cincuenta años era un viejecito y, por así decirlo, estaba condenado a muerte. Lo úni­co que su estómago toleraba era la leche y el pan. Vivía bajo el miedo constante de perder su dinero y de que sus socios le traicionaran. El dinero se había convertido en su amo y ni siquiera lo disfrutaba. En cierto sentido, era mucho más pobre que un simple oficinista que podía to­marse una buena comida cuando quisiera.
—Al mismo tiempo que pone ante mis ojos la ri­queza —dijo el joven—, me atemoriza.
—Pero no es esta mi intención —replicó el millona­rio—, y la fórmula que voy a darle le ayudará a evitar la trampa en la que han caído la mayoría de los buscado­res de fortuna. La gente que todavía es básicamente po­bre, trabaja sin descanso para conseguir sus fines. El primer dinero que ganan despierta en ellos sus profun­das ambiciones, haciendo que deseen tener más y más. Y, cuando comienzan a ganar grandes sumas, de repen­te tienen miedo de perderlas. Mi fórmula es sencilla. Es una variación de la famosa fórmula creada por el doc­tor Emile Coué para los pacientes de su clínica: CADA
DÍA, EN TODOS LOS SENTIDOS, ESTOY MEJOR Y MEJOR. Re­pítala en voz alta cincuenta veces mañana y tarde, y tantas veces como pueda durante el día. Cuanto más a menudo la repita, mayor será el impacto que tendrá so­bre usted.
El joven inexperto era todo oídos escuchando al sa­bio anciano, que veía pasar la vida ante sus ojos, una vida que había sido plena y, en su mayor parte, feliz. Sintió que ante sí tenía al primer hombre feliz que había conocido en toda su vida.
—La mayoría de la gente desea ser feliz —continuó el millonario—, pero no saben qué es lo que buscan. Así que, inevitablemente, mueren sin haberlo encontrado. Y, aun en el caso de que lo encuentren, como no saben lo que están buscando, ¿cómo podrían reconocerlo? Son exactamente iguales que las personas que luchan por hacerse ricas de las que hablábamos ayer. De verdad que quieren ser ricas. Pero, cuando de pronto les pre­guntas cuánto desearían ganar en un año, la mayoría son incapaces de responder. Cuando no se sabe adonde se va, por lo general no se llega a ninguna parte.
Para el joven esto era de lo más cuerdo. Era tan in­creíblemente sencillo. ¿Por qué demonios no había pen­sado antes en todo esto? Probablemente porque jamás se había tomado el tiempo para hacer una pausa y pensar en ello. Este era su error. No pensaba. Entonces juró allí mismo que, en el futuro, pensaría mucho más en las co­sas. Eso le evitaría un montón de equivocaciones.
—La felicidad, desde luego, ha sido definida de un millón de maneras diferentes —añadió el millonario—. Para cada uno de nosotros, e incluso para aquellos que hemos pensado acerca del tema se traduce en una am­plia variedad de cosas. Pero yo le daré la llave de la fe­licidad. No es una definición, así que se aplica a todo el mundo. Con esta llave, usted será capaz de saber, sin la menor sombra de duda, en cualquier momento de su vida, si es feliz. Y especialmente, si está haciendo lo que debe para ser feliz. Debo advertirle que estas palabras tal vez le sorprendan y hasta puede que le parezcan un poco tristes y pesimistas. Pregúntese: ¿si me fuera a. mo­rir esta noche, podría responderme a mí mismo en el instante de mi muerte que he conseguido todo lo que me había propuesto para hoy? El joven enarcó las cejas.
—No le entiendo — confesó.
— Cuando cada día haga exactamente lo que su ser interior le dice que debe hacer, entonces se sentirá libre cada día de abandonar el mundo. Sin embargo, para es­tar completamente seguro de que está haciendo lo que debe, tendrá que hacer lo que le gusta. Las personas que no disfrutan con lo que hacen no son felices. Pierden su tiempo soñando con los ojos abiertos en las cosas que les gustaría estar haciendo. Y, dado que jamás hacen aquello que sueñan, son infelices, sin excepción alguna. Y, cuando la gente no es feliz, no está dispuesta a morir.
— Apenas he comenzado a vivir y aquí está usted hablándome de la muerte, como si estuviera a la vuelta de la esquina — replicó el joven con ansiedad.
— Debo admitir con toda sinceridad que esta filo­sofía puede parecer, a primera vista, una filosofía de la muerte. Y, sin embargo, es una filosofía de la vida al ciento por ciento. Aquellas personas que jamás han he­cho lo que realmente deseaban hacer, que han renuncia­do a sus sueños, podríamos decir que pertenecen a los muertos vivientes. Para comprender esta filosofía, for­múlese esta pregunta una vez más, y respóndala con sin­ceridad. Si miente, sólo se estará engañando a sí mismo y se convertirá en el perdedor del juego. Si usted supie­ra que iba a morir mañana, ¿no cambiaría sus planes para hoy? ¿No haría con su vida algo diferente a lo que ha estado haciendo hasta ahora?
—No lo sé.
—Es probable que quisiera dejarlo todo arreglado: redactaría un testamento, si no lo ha hecho ya, y se des­pediría de su familia y de sus amigos. Pero supongamos que todas estas tareas terrenales sólo le llevan una hora. ¿Qué haría con las veintitrés restantes? Hágale esta pre­gunta a cualquiera que conozca. Sus respuestas caerán invariablemente en dos categorías. Las personas infeli­ces que no disfrutan de sus vidas le dirán que harían algo completamente diferente. Y no tendrá que preocu­parse en pensar que no le han dicho la verdad. ¿Por qué demonios continuarían haciendo algo que han odiado cuando sólo les quedan veintitrés horas de vida? La se­gunda categoría —continuó el millonario—, que es, por desgracia, la minoría, la forman personas que harían exactamente lo mismo que han hecho cada día de sus vidas. ¿Por qué tendrían que cambiar? Su trabajo es su pasión. ¿No es perfectamente comprensible que deseen seguir haciéndolo hasta que se acabe el tiempo? ¿Por qué tendrían que hacer algo que no les agrada? Bach pertenecía a esta categoría. En su lecho de muerte, se puso a corregir la última pieza musical que había escri­to. Pero usted no necesita ser un genio para querer tra­bajar hasta el final. Cada uno de nosotros, a nuestra manera y en nuestra propia ocupación, podemos con­vertirnos en genios, aunque la sociedad no nos lo reco­nozca. Ser un genio significa simplemente disfrutar con lo que se hace. Es el auténtico genio de la vida. Medio­cridad significa no atreverse a hacer lo que uno ama, por temor al qué dirán, por miedo a perder la seguri­dad.
—Una seguridad que la mayoría de las veces no es más que una ilusión, ¿verdad? —aventuró el joven con timidez.
—Así es. Hágase otra vez la pregunta: si tuviera que morirme mañana, ¿qué haría con las últimas horas de mi vida? ¿Continuaría haciendo un trabajo que me destroza interiormente ya que no tiene nada que ver con mis auténticas aspiraciones? ¿Estaría de acuerdo en continuar siendo una sombra de mi propio yo, carente por completo de autorrespeto, dado que me estoy for­zando a mí mismo a hacer algo que odio? Imagínese que ha invitado a un amigo a su casa para ayudarle en unas faenas. ¿Le encargaría a él las tareas más desagrada­bles? Desde luego que no. Entonces, ¿por qué se com­porta como si fuera su peor enemigo? ¿Por qué no se convierte en su mejor amigo?
El silencio siguió a estas palabras.
El viejo millonario esperó un momento y después le preguntó:
—¿Y qué haría usted si fuera a morirse mañana? ¿Continuaría haciendo exactamente lo mismo que está haciendo ahora?
—No, no lo haría —tuvo que admitir el joven.
—Eso significa que probablemente no es feliz. Aho­ra, considere la siguiente observación. ¿No encuentra usted que es demasiado presuntuoso creer que no se morirá mañana?
Al escuchar estas palabras, el joven se sintió preo­cupado. En esos dos días, el anciano había demostrado a menudo una gran habilidad para ver el futuro. ¿Le es­taría anunciando su muerte inminente? Tal vez de una forma elíptica pero, de todas formas, clara.
El millonario pareció leerle el pensamiento. Después de todo, la inquietud del joven era claramente vi­sible.
—No se preocupe —le dijo, risueño—, no va usted a morirse mañana. Llegará a disfrutar de una hermosa y prolongada vejez... Pero, permítame proseguir con mi razonamiento. Tomemos esta vez un caso más general. Se sentirá menos afectado que con estos sombríos argu­mentos. Cuando usted mira la vida a través de los ojos de la mente, la muerte adquiere otro significado. Pero todavía no hemos llegado a ese punto, ¿verdad? ¿No cree que es un poco presuntuoso por parte de la gente creer que tienen toda la vida por delante? En muchos casos, la muerte aparece de repente. Sin embargo, la gente confía en la certidumbre, o mejor dicho en la ilu­sión, de que todavía tienen mucho tiempo disponible, y se permiten ir postergando constantemente las decisio­nes que tendrían que adoptar. Se dicen a sí mismos: «Tengo tiempo. Más tarde pondré manos a la obra». Entonces, llega la vejez y descubren que todavía no han hecho nada.
—Este debe ser el motivo por el que se suele decir: «Si la juventud supiera, si la vejez pudiera» —comentó el joven.
—¡Exactamente! El secreto de la felicidad, por lo tanto, es vivir como si cada día fuera el último. Vivir cada día al máximo haciendo lo que haría si sus horas estuvieran contadas. Porque, en el fondo, lo están. Pero parece que sólo nos damos cuenta cuando queda muy poco tiempo disponible. Entonces, es demasiado tarde. Así que sea valiente para actuar de inmediato. Viva con este pensamiento en la mente: Usted no debe morir con el terrible pensamiento de que sus miedos han sido más fuertes que sus sueños y que nunca descubrió aquello que podría disfrutar. Tiene que aprender a ser audaz.
—Estoy de acuerdo con sus ideas. Quiero decir que pienso que tienen mucho sentido. Pero qué pasa si yo no estoy absolutamente seguro de que en realidad no me guste lo que estoy haciendo... No sé de ninguna ocupa­ción que esté completamente libre de problemas. Si todo fuera perfecto, no estaríamos aquí.
—Tiene usted toda la razón. Incluso una profesión que nos encanta tiene sus aspectos negativos. Otra for­ma de descubrir si su trabajo realmente le satisface es formularse la siguiente pregunta: Si mañana tuviera un millón de libras en el banco, ¿continuaría haciendo el mismo trabajo? Obviamente, si su respuesta es no, en­tonces es que no le gusta. Dígame, ¿cuánta gente conti­nuaría con la misma ocupación si de pronto se hicieran millonarios? La verdad es que muy pocos. Además, los que responderían afirmativamente a esta pregunta, por lo general ya son millonarios. De no ser así, se acogerían a la jubilación anticipada o harían alguna otra cosa. Pero la mayoría de los millonarios que conozco rehusan retirarse y continúan trabajando hasta edades muy avanzadas. Me atrevería incluso a decir que todos los millonarios, con la excepción de aquellos que hicieron su fortuna a través del matrimonio o de una herencia, lo son precisamente porque les encanta su trabajo. Mi ra­zonamiento ha vuelto al punto de partida —conti­nuó—. Para convertirse en millonario, o al menos ha­cerse rico, usted debe disfrutar con su ocupación. Los que continúan con un trabajo que detestan, tienen una doble condena. No sólo su trabajo les pesa como una losa sino que, lo que es peor, ni siquiera les hace ricos. De hecho, la mayoría de la gente pasa su vida en esta extraña paradoja. ¿Por qué? Porque desconocen por completo las auténticas leyes del éxito. Y por el miedo. Malgastan sus vidas y oportunidades de convertirse en personas auténticamente ricas por aferrarse a una clase de seguridad que, a lo sumo, es mediocre. Creen que la fortuna sólo les está reservada a los demás, o que ellos carecen de talento. ¿Y por qué se obligan a sí mismos a creer esta ilusión? Porque sus mentes no son lo bastan­te fuertes para ver la realidad, para atisbar la verdad de­trás de esta ilusión. Recuerde la máxima: «Carácter igual a destino». Fortalezca su mente y las circunstan­cias se doblegarán a sus deseos. Usted controlará su propia vida.
—¿Siempre ha sido usted feliz? —le preguntó el jo­ven.
—En realidad, no. Ha habido épocas en las que era completamente desgraciado. Incluso me pasó por la ca­beza la idea del suicidio. Hasta que llegó un día en que yo también conocí a un millonario excéntrico que me enseñó casi todo lo que le estoy enseñando a usted. Al principio, sin embargo, yo me mostré bastante escéptico. Era incapaz de creer que esta teoría pudiera apli­carse a mi caso, incluso a pesar de que él era la prueba viviente de que funcionaba. Al final, dado que había intentado todo tipo de cosas y seguía sin triunfar, y que no tenía nada que perder, estuve dispuesto a intentarlo. Tenía treinta años y sentía que estaba desperdiciando mi vida. Parecía como si las cosas se me escurrieran en­tre los dedos.
—Estoy seguro de que ahora no se arrepiente de haber aplicado los consejos que le dio aquel excéntrico anciano.
—Él me decía a menudo que yo podía convertirme
en el amo de mi vida y controlar todos los hechos que tenían lugar en ella. Pero yo no le creía. Me parecía ciencia ficción. Entonces un día, cansado de oírle repe­tir una y otra vez la misma cantinela, me dije que tal vez tuviera razón, que era posible que la vida no fuera como yo siempre había pensado que era: una serie de hechos más o menos impredecibles e incontrolables en los que la suerte y el destino actuaban como reyes. Sen­tí que tal vez podría controlar mi destino si comenzaba a dominar la mente. Me di cuenta de que estaba empe­zando a pensar de esta manera, en otras palabras, se es­taba produciendo en mi mente una revolución por el mero hecho de haber repetido la fórmula que él me ha­bía enseñado: CADA DÍA, EN TODOS LOS SENTIDOS, ESTOY MEJOR Y MEJOR. Mi mentor también me enseñó otra, que en mi opinión todavía es más poderosa, al menos por lo que se refiere a mi experiencia personal. Como es natural, se la recomiendo de todo corazón, aunque, por ser de naturaleza un poco religiosa, hay algunas perso­nas que la dejan de lado. Es una pena dado que tiene un efecto valiosísimo sobre la mente. Repetir esta fórmula me ha calmado cuando me sentía angustiado o ansioso, y me ha dado respuestas cuando las necesitaba de ver­dad. La tranquilidad es la gran manifestación del poder. Mire a los fuertes y poderosos: están tranquilos. ¿Y cuál es el símbolo del supremo poder? Dios, desde luego. Esta es una de las razones que hace tan efectiva la fór­mula que voy a darle a continuación: TEN CALMA Y SABE QUE YO SOY DIOS. Repítalo a diario tan a menudo como pueda. Le traerá esa sensación de serenidad tan necesa­ria para enfrentar los altibajos de la vida. Cuando mi mentor decidió revelármela, la anunció diciendo que, de todos los secretos del mundo, este era el más precioso.
Fue el legado espiritual que me hizo, y es el que le hago yo a usted. Esto tendría que convencerle del poder de esta fórmula.
—Espero que no se esté convirtiendo usted en un predicador —respondió el joven—, pero comprendo su mensaje.
—Gracias a la repetición de esta fórmula —dijo el anciano—, que al principio me pareció un tanto extra­ña, desarrollé un nuevo poder interior. Este poder, que jamás ha dejado de crecer a lo largo de los años, me ha permitido recordar algo que el viejo millonario me repi­tió una y otra vez: PUEDO HACER CUALQUIER COSA, nada sería imposible para mí, tan pronto como me convirtie­ra en dueño de mi destino. Así que, poco a poco, me convencí a mí mismo que podía dirigir mi vida exacta­mente hacia donde yo quería que fuese. He continuado aplicando la fórmula y he hecho lo que mi mentor me pidió que hiciera. Y yo también quiero que usted haga lo mismo.


13 En el que el joven aprende a expresar sus deseos en la vida

Usted ya ha dado el primer paso —le explicó el millonario—. Se trataba de escribir la fórmu­la y el objetivo cuantificado: una cantidad y una fecha límite. Ahora pasaremos al segundo paso: en una hoja de papel escriba todo lo que desea de la vida. Sus sueños tienen que ser precisos para que tomen forma. Esto es lo que yo comencé a pedir:
»Las siguientes metas financieras en un plazo de cinco años:
• Una casa valorada en 300.000 libras.
• Una segunda casa en el campo valorada en 150.000 libras.
• Un Mercedes antiguo valorado en 20.000 libras.
• Un BMW nuevo valorado en 30.000 libras.
• No más deudas personales.
• 200.000 libras en metálico y otras inversiones.
• 300.000 libras invertidas en propiedades que valgan seis veces más que en el momento de la compra.
»Mis objetivos no financieros son:

• Dos semanas de vacaciones al menos tres veces al año, cada vez que me apetezca tomármelas;
• Ser mi propio jefe y no trabajar más de 30 horas á la semana;
• Tener amigos inteligentes y ricos, dedicados a los negocios y al arte;
• Una mujer cariñosa y encantadora e hijos her­mosos, permitiéndome disfrutar de una gratifi­cante vida familiar;
• Una criada y una cocinera que nos liberen de las
tareas domésticas.
El joven estaba boquiabierto ante la lista que había escrito el Millonario Instantáneo.
Parece demasiado bueno para ser cierto, ¿ver­dad? —dijo el millonario—. Yo también pensé que me había excedido un poco cuando terminé de escribir la lista de lo que deseaba. Pero mis vacilaciones y temores se debían solamente a una actitud mental negativa y a mi acendrado hábito de pensar en pequeño. Yo lo hacía sin ni siquiera darme cuenta de ello. Sin embargo —pro­siguió— hacer una lista como ésta es exactamente la manera de descubrir la estrecha visión que uno tiene de las cosas. Aquellos que consideran este plan de vida inalcanzable no hacen más que pensar en pequeño, dado que, siendo todo relativo bajo el sol, esta ambi­ción no se puede tildar de desorbitada. La prueba está en que los ricos se sentirían muy infelices si tuvieran que conformarse con las pobres condiciones que acabo de reseñar. Muchos de ellos viven en casas que valen un millón, tienen docenas de sirvientes y hasta un avión privado, una isla en los Mares del Sur, caballos de ca­rreras y más y más cosas. ¿Y acaso piensan que su esti­lo de vida es desproporcionado? De ninguna manera.
Ni siquiera se dan cuenta de que son ricos. En cualquier caso, no tan ricos, dado que siempre tienen amigos o socios comerciales con más dinero que ellos. Pero ¿por qué encuentran normal este estilo de vida? Bueno, qui­zá ya nacieron ricos o pensaron a lo grande y se las arre­glaron para ascender hasta este nivel y conseguir sus sueños. Ninguno de ellos creyó jamás que no lo podría lograr. Si comienza con la idea de que no lo conseguirá, usted mismo se estará poniendo piedras en el camino. Así que haga este ejercicio. Escriba lo que usted quiere de la vida con todo detalle, sin ocultar absolutamente nada. Le mostraré los límites de sus ambiciones y sus lí­mites mentales. ¿En qué sueña en realidad? ¿Con qué estaría satisfecho? Es importante anotar tantos detalles como sea posible. La única cosa que debe evitar es es­coger su casa de ensueño en una dirección determinada, porque a lo mejor esa casa jamás estará disponible y co­rrerá el riesgo de ver que su sueño no se hace realidad a pesar del poder de su deseo y voluntad, o tal vez porque su sueño es contrario al orden de las cosas, o es peligro­so para los demás, algo que siempre tiene que ser toma­do en consideración. Este retrato le mostrará cómo es usted en realidad. Se convertirá en la forma concreta de sus deseos. Sus pensamientos tienen cuerpo. Están vi­vos. Cada pensamiento que es expresado tiende a con­vertirse en realidad. Cuanto más específico es, mayores son las posibilidades de que se materialice. De aquí la importancia de los detalles. De manera misteriosa e inesperada, estos pensamientos alimentados regular­mente, traerán las circunstancias que les permitirán convertirse en realidad.
Dado que el joven se mostró un poco escéptico acerca de ese punto, el millonario añadió:
—Ya sé que todo esto parece utópico, pero como le he dicho antes, cuanto más fuerte sea su mente más se dará cuenta de que no hay nada que no pueda conse­guir. ¿No le parece que en comparación con el potencial de la mente, materializar un sueño tan sencillo como te­ner una casa de 300.000 libras es un logro un tanto in­significante? ¿No cree usted que la mente es mucho más poderosa que lo que la gente piensa y sobre todo cree que es? Recuerde la frase del Evangelio: «La fe mueve montañas».
El joven estaba mudo de asombro.
—Para utilizar su mente con eficacia, debe comen­zar creyendo en su poder. En cualquier caso, debe usted estar bien dispuesto en su favor. Tiene que darle una oportunidad. Así que escriba su lista. ¿No cree incluso que no es gran cosa y que se puede obtener fácilmente si se tiene en cuenta el enorme potencial de la mente? ¿No comprende ahora que usted puede conseguir estas cosas tan simples para su vida?
—Necesito tiempo para pensar —protestó el joven.
—Buena idea. Piense acerca de lo que le he dicho. Hay una parte en usted que cree en mis palabras. La otra está ciega y amordazada por culpa de los años de mala educación y de experiencias desafortunadas, pero todavía está viva. Sólo espera una señal suya para des­pertarse, para convertirse en amo y señor de su existen­cia en lugar de ser un esclavo atormentado e indefenso ante los acontecimientos. Escuche a esa pequeña voz in­terior que duerme en las profundidades de su mente y déle más libertad para que se exprese a sí misma. Cuan­to más repita la fórmula, más poderosa se hará y le guiará con mayor seguridad. Esta es su intuición, la voz de su alma. El camino a su poder secreto.
El joven sintió un leve mareo; necesitaba tomarse un descanso.
—Vamos —dijo el millonario—. Demos un paseo por el jardín para relajarnos. Me encantará poder dar mi último paseo en compañía de un amigo.
Estas palabras le entristecieron. No era la primera vez que el millonario hacía semejante alusión... como si supiera que la muerte estaba muy cerca.

14 En el que el joven descubre los secretos del jardín

Los dos hombres caminaron por el jardín en silencio. El millonario se inclinó delante de un rosal carga­do de hermosísimas flores, y pareció quedarse absorto en su contemplación. Después se incorporó y dijo:
—Debo de haber olido estas rosas miles de veces y, sin embargo, cada vez es una experiencia diferente. ¿Sabe usted por qué? Porque he aprendido a vivir aquí y ahora. Olvidándome del pasado, sin importarme el futu­ro. El secreto es extremadamente simple. Todo reside en la concentración mental. Cuanto más se concentra su mente, más vive ésta el presente, más absorta está en lo que hace. La concentración es la clave del éxito en todas las facetas de la vida. Cuanto más aumente su capacidad de concentración, con mayor rapidez y mayor eficacia podrá trabajar. Usted descubrirá los detalles que los de­más pasan por alto.
—¿Los ricos y las personas que triunfan han apren­dido a prestar atención a los detalles?
—Desde luego que sí. Al aumentar su poder de con­centración usted estará en condiciones de hacer observaciones sabias sobre las cosas. Aprenderá a juzgar co­rrectamente a las personas que conoce. Su poder de concentración le permitirá descubrir de una mirada quiénes son en realidad. Y se convertirá usted en una persona realista en el más auténtico sentido de la pala­bra. O, al menos, en su sentido más profundo. Verá las cosas tal como son. La cortina de pensamientos y en­sueños que se encuentran en la mayoría de las personas ya no perturbará su visión de las cosas. Por estar conti­nuamente distraídas, la mayoría de las personas van por la vida como sonámbulas. No ven ni las cosas ni a los otros seres con los que se cruzan. Viven como en un sueño. Nunca están en el presente. Por lo tanto, hablan­do con propiedad, podríamos decir que nunca están allí. Sus errores y sus fracasos les persiguen. Sus mentes están dominadas por el miedo al futuro.
—Por lo que puedo ver, la concentración es el pun­to más sencillo de su teoría.
—Tenga cuidado, joven. No todo el mundo que lo intenta, lo consigue. Pero, cuando su mente alcance el nivel apropiado de concentración, su capacidad para resolver problemas será formidable. No se volverá negli­gente sino realista. En lugar de malgastar su energía ner­viosa en comerse las uñas, atormentado por sus preocu­paciones, usted se dedicará a resolverlas. No se olvide que estar angustiado y preocupado hasta la desespera­ción por un problema jamás ha resuelto nada. En cam­bio, sí que ha provocado más de una úlcera de estómago y un ataque al corazón. La imagen que tiene de usted mismo, cambiará. Cada ser humano es un enigma. Pero el problema no sólo es que todos nosotros somos un enigma para los demás, sino también para nosotros mis­mos. Y esto se debe a la falta de concentración.
El joven estaba pendiente de cada una de las pala­bras del anciano. Y como no quería perderse ni una sola, no se atrevió a interrumpirle.
—Gracias a la concentración —prosiguió el millo­nario—, usted comprenderá por qué ocupa el lugar exacto donde se encuentra en este mundo. Esto le pare­cerá cada vez más claro y simple. En su mente aparece­rá un pensamiento muy tranquilizador y reconfortante, que le hará exclamar como si despertara de un largo y profundo sueño: «¡Ah, éste soy yo! Pero me encuentro aquí en este momento. Por eso estoy haciendo lo que hago. Por eso estoy aquí con tal o cual persona». Expe­rimentará lo que se podría llamar la sensación de su destino. Comprenderá su destino. Y un sentimiento de aceptación se extenderá por su mente. Esto no quiere decir que deba resignarse a lo que le depara el destino. Pero, dado que verá con toda claridad la posición en que se encuentra en dicho momento, usted lo aceptará en cierta medida, reconocerá su propio punto de parti­da personal y esto le ayudará a guiar su carrera futura y a sujetar con firmeza las riendas de su destino.
El millonario dejó de hablar y se tomó un momen­to para inclinarse una vez más a oler el perfume de las rosas.
—La rosa ha sido el símbolo de la vida desde el principio de los tiempos. Si usted consigue el control so­bre su mente, comprenderá por qué. Las espinas son el' camino de las experiencias, las penurias y tribulaciones que cada uno de nosotros debe atravesar para com­prender la verdadera belleza de>la existencia.
Después de estas palabras, sacó una tijera de podar del bolsillo, cortó una rosa y se la ofreció a su joven acompañante.
—Conserve esta rosa el resto de su vida —le dije Le servirá como talismán y le traerá buena suerte. De hecho, la Dama de la Fortuna existe, pero muy poca gente lo sabe. Crea en ella. Acaríciela con sus pensa­mientos. Pídale lo que desea. Ella le responderá. Todas las personas de éxito creen en la suerte, pese al hecho de que a muchas se las considera supersticiosas. Pero están en lo cierto. Con esta simple rosa, sepa usted que es un iniciado. Ahora pertenece a la Orden de la Rosa. Cada vez que tenga necesidad, busque esta rosa. Le dará fuer­zas. Y cada vez que tenga dudas sobre sí mismo, que la vida le parezca demasiado difícil de soportar, vuelva a esta rosa simbólica y recuerde lo que representa. Cada penuria, cada problema, cada error se transformarán un día en un magnífico pétalo. Como este tallo lleno de es­pinas, el sufrimiento conduce a la luz y le hará alcanzar la belleza. Cada día, resérvese unos minutos para con­centrarse en el corazón de la rosa. Si no tiene ninguna rosa a mano, coja cualquier otra flor, y concéntrese en un punto negro o en un objeto brillante. También puede repetir con calma para sus adentros la fórmula que me transmitió mi mentor: TEN CALMA Y SABE QUE YO SOY DIOS. Contemple la rosa o el punto negro durante perío­dos de tiempo cada vez más largos. Cuando sea capaz de hacerlo durante veinte minutos, su capacidad de concen­tración será excelente. Si su corazón se vuelve como esta rosa, su vida se verá transformada.
El joven apenas tuvo tiempo de oler el delicado aroma de la rosa, cuando el anciano añadió:
—Permítame que le repita lo que le he dicho. El se­creto reside en la concentración mental. Cuando su mente se haya hecho fuerte y plena de confianza gracias a los ejercicios de concentración, llegará a darse cuenta de que los problemas de la vida no tienen ningún domi­nio sobre usted. Entonces comprenderá lo que voy a de­cirle a continuación, y que en estos momentos quizá le parezca una perogrullada, un tanto banal. Las rosas sólo son importantes en la medida que la mente cree que lo son. Un problema sólo es un problema cuando se piensa que lo es. ¿Qué significa esto? —continuó—. Si usted considera que nada es serio, que nada es realmen­te importante, entonces nada será serio a sus ojos, nada será realmente importante. Los problemas le parecerán grandes e insolubles en proporción directa a la debili­dad de su mente. Cuanto más fuerte sea la mente, más insignificante le parecerán los problemas. Este es el se­creto de la paz eterna. Así que concéntrese. Esta es una de las grandes claves del éxito. De hecho, todo en la vida es básicamente un largo ejercicio de concentración. El alma es inmortal. Al pasar de una vida a otra, la mente se descubre lentamente a sí misma y se desarro­lla. Este aprendizaje es por lo general bastante largo. Y la gente muchas veces sólo consigue éxitos moderados porque únicamente aquellos con alto poder de concen­tración alcanzan sus metas. Desde luego, no todas las personas de éxito han insistido en la práctica de ejerci­cios de concentración. Pero durante sus sucesivas vidas en la tierra han conseguido un nivel de concentración que les permite triunfar con más facilidad que los de­más. Cuando su mente alcance sus más altos niveles de concentración, usted entrará en ese estado singular en que los sueños y la realidad literalmente coinciden.
El millonario y el joven caminaron de regreso a la casa. El cielo, de repente, se había oscurecido con ne­gros nubarrones, sin embargo, por la mañana el sol ha­bía brillado. Se avecinaba una tormenta y la casa estaba tan en penumbra que tuvieron que encender las luces. En apariencia sólo por dar un toque romántico, contra el cual el joven no tuvo nada que objetar, el anciano en­cendió un candelabro con siete velas. Luego, se colocó junto a la ventana, donde la cortina se movía agitada por el viento. La aparté y contempló el cielo. Entonces, le dirigió al joven las siguientes palabras:
—Recuerde siempre que, a cierta altura, jamás hay nubes. Si las nubes en su vida le tapan la luz, es porque su espíritu no se ha elevado lo suficiente. La mayoría de las personas cometen el error de luchar con los proble­mas. Es como si constantemente se dedicaran a eliminar las nubes, a disolverlas a través de una especie de pro­ceso mágico. Desde luego, tal vez puedan disolverlas temporalmente, pero las nubes siempre volverán a in­terponerse entre ellos y el sol, ocultando la luz, por bri­llante que esta sea. Lo que usted debe hacer es elevarse de una vez por todas por encima de las nubes, que se re­nuevan incesantemente... Tal vez no haya entendido todo lo que acabo de decirle —concluyó el anciano— pero acéptelo de buena fe.
El millonario y el joven se sentaron a la mesa. Se presentó el mayordomo con vino y pan, y les sirvió.
—He estado pensando en una cosa desde hace un rato —dijo el joven. En realidad, la pregunta le ronda­ba desde el día anterior—. De verdad creo que todo lo que me ha dicho es correcto. Y pienso que si aplico la fórmula que me ha dado, me convertiré en millonario rápidamente y alcanzaré la tranquilidad de espíritu. El único problema que se me plantea es sobre el campo en que seré capaz de hacer esa fortuna.
El millonario comenzó a sonreír. Esta pregunta tan seria, al parecer, le divertía.
—Debe usted poner su confianza en la vida y en el poder de su mente —respondió—. No se preocupe. Pri­mero marque sus metas, y después pídale a su incons­ciente que le guíe hacia el camino que le conducirá ha­cia la riqueza. Comience por preguntar, después espere. La respuesta no tardará en llegar.
El joven se mostró escéptico, incluso un poco desi­lusionado con la respuesta del millonario. Era evidente que esperaba escuchar algo un poco más específico.
El millonario, obviamente capaz de leer la mente, le hizo un guiño de simpatía y añadió rápidamente:
—Primero deberá encontrar el trabajo que satisfa­ga a su corazón. Luego piense en él. Todos los elemen­tos de la ocupación que puedan agradarle están ya den­tro de usted. No se da cuenta de ello porque no está a tono con su auténtica naturaleza. Si se concentra con fuerza, lo conseguirá cada vez más, y las respuestas no dejarán de brotar. Y más todavía, usted descubrirá aquello que la mayoría de las personas buscan desespe­radamente durante toda su vida y que jamás encuen­tran, lo que les hace sentir que la vida es absurda. Usted descubrirá el misterioso propósito de su existencia en la tierra. Y no sólo lo comprenderá con la cabeza sino también con el corazón. ¿No ve que tiene todas las de ganar concentrándose en el corazón de la rosa? Allí en­contrará todos los fines y motivos de su existencia. Con el tiempo, se dará cuenta de ello.
Hizo una pausa y bebió un pequeño sorbo de vino. No parecía estarlo bebiendo sino paladeándolo. Tenía los ojos cerrados en una especie de reverencia religiosa.
—Pero ¿de dónde sacaré el dinero que necesito para empezar? —le preguntó el joven—. No tengo ni un cen­tavo.
—¿Cuánto necesita?
—No lo sé, al menos 10.000 libras. Es la misma cantidad que usted necesitó para empezar.
—Tendría que ser capaz de encontrarlas. Reflexio­ne un momento. En su opinión, ¿cuáles son sus alterna­tivas?
—En realidad, no veo ninguna. No sé de ningún banco que quiera respaldarme con un crédito. No tengo un aval.
»Es final de mes y me queda muy poco dinero del sueldo y no tengo ninguna propiedad, ni siquiera tengo coche..!
—Pero, al menos, ¿lo ha intentado?
—No... pero estoy seguro de que...
—Nunca jamás vuelva a repetir este error. No sea como la mayoría de la gente, que renuncian antes de ha­berlo intentado. Este es el mejor camino para no hacer nada en la vida, para no llegar jamás a ninguna parte. No caiga en la misma trampa de aquellos que actúan pero que, interiormente, están convencidos de que no triunfarán. Comienzan como perdedores. Ponga sus pensamientos y acciones en armonía. Esté en armonía consigo mismo.
—Yo estoy dispuesto, pero mi problema sigue sin resolverse. Siempre puedo intentar...
—Debe usted comenzar firmemente convencido de que. la solución está ahí, la solución ideal para su pro­blema. El poder de su mente y la magia de su voluntad objetiva atraerán indefectiblemente la solución hacia usted por caminos que ni siquiera sospecha que existen. Convénzase interiormente de que triunfará y así será. No deje lugar a las dudas. Bórrelas con todas las fuer­zas que su mente pueda reunir. Las dudas corresponden a los poderes de la oscuridad, mientras que el optimis­mo que usted sienta pertenece al reino de la luz y la vida... Estos dos poderes están en constante conflicto. Luche con firmeza contra la duda. Porque la duda tam­bién es un pensamiento, y, como todos los pensamien­tos, tiende a materializarse en su vida. Si está firmemen­te convencido de que conseguirá el préstamo, así será... ¿está convencido de que puede conseguirlo?
—Sí. Ahora sí. Usted me ha convencido.
—En las presentes circunstancias, ¿qué haría usted para conseguir su meta, o sea, obtener el préstamo?
—No lo sé.
—Si sólo dispusiera de muy poco tiempo, digamos, por ejemplo, una hora, para conseguir las 10.000 libras que necesita para poner en marcha sus negocios, ¿qué haría usted?
—Sigo sin tener ni idea.
—¿Delante de usted está un millonario que le está animando, le ha dado los secretos de su éxito y usted to­davía no sabe qué hacer? ¿No se le ocurre nada para conseguir ese dinero?
De pronto, el joven cayó en la cuenta de lo que le es­taba diciendo. Tal vez todo lo que necesitaba era pedirle a él el dinero. Después de dudar un rato, se decidió.
—¿Me prestaría usted las 10.000 libras que nece­sito?
—Bueno, por fin. Dígame, ¿a que es fácil? Todo lo que ha tenido que hacer es preguntar. Pero la gente no se atreve a preguntar. Usted tiene que atreverse a pre­guntar.
Entonces el anciano sacó las 10.000 libras que lle­vaba consigo desde que el joven había llegado a la casa y que, aparentemente, utilizaba como dinero de bolsillo; una suma asombrosamente alta para la mayoría de los mortales, pero insignificante para él. En cualquier caso, a él no le hacían falta dado que vivía aislado del mundo exterior.
Después de lanzar una mirada nostálgica al fajo de billetes que tenía en sus manos, una mirada que no po­día atribuirse a tener que desprenderse del dinero, el mi­llonario se lo entregó al joven. El lo aceptó, temblando de emoción. Jamás en toda su vida había tenido tanto dinero en las manos.
—Probablemente pensará que este dinero le ha re­sultado fácil de conseguir —dijo el anciano—. Pero es­cúcheme bien cuando le digo que no hay ninguna razón para que conseguir el dinero en el futuro le vaya a resul­tar más difícil. Por desgracia, la creencia común es que cuesta mucho conseguir dinero y que hay que trabajar duro para obtenerlo. De hecho, el único valor del traba­jo es que refuerza las fibras de su mente y le fuerza a pen­sar más. Cuando haya ganado un montón de dinero, y le aseguro que no tardará mucho en conseguirlo si aplica los secretos que le he enseñado, se dará cuenta de que lo que importa es su actitud mental, el poder de sus deseos y el hecho de ser capaz de canalizarlos por medio de un objetivo monetario específico.
La mayoría de la gente fracasa porque no sabe ha­cerlo. Este es el motivo por el cual se ven obligados a realizar trabajos muy duros o poco atractivos para ga­narse la vida. No olvide que las circunstancias exterio­res siempre acaban reflejando el estado de su mente y la naturaleza de sus más íntimas convicciones.
Dominado por la alegría que sentía por poseer fi­nalmente 10.000 libras, el joven escuchaba las sabias palabras de consejo del millonario tan sólo a medias.
—Así que, recuerde, joven: cuando necesite dinero, si está convencido de que puede conseguirlo rápida y fácilmente, entonces será así. Y, tan pronto como la duda aparezca en su mente, piense una vez más en las 10.000 libras que acaba de recibir. Todo lo que necesita hacer es pedirlo. Si está convencido de que conseguirá lo que pide en el mismo momento de hacerlo, si usted hace como si ya lo tuviera, entonces lo conseguirá. Re­cuerde, nuestras convicciones más profundas siempre se hacen realidad.
—¿Y qué pasará si comienzo a dudar?
—Cuando le ocurra, la mejor manera de librarse de ello es aplicar un poco de autosugestión y repetir pen­samientos opuestos. Convierta sus palabras en real de­creto. Cuando su mente sea lo suficientemente podero­sa, cada una de ellas será una especie de orden. Sus palabras y la realidad serán una sola cosa. Y el tiempo necesario para que su orden se cumpla será cada vez más breve y al final, instantáneo. Para entonces, habrá aprendido del todo a ser dueño de sí mismo. Usted debe convertirse de tal manera en el amo de sus pensamien­tos que pueda evitar tener aquellos que de alguna ma­nera puedan dañar a los demás. Debe adquirir la habili­dad de tener sólo pensamientos positivos para el bien de los otros, hasta tal punto que el poder de sus palabras no se vuelva contra usted.
Una vez más, hizo una pequeña pausa.
—Este dinero —prosiguió, señalando el fajo de bi­lletes— ...bueno, no se lo estoy prestando...
Pareció vacilar por un segundo, sin duda porque estaba planeando un efecto más grande, recurso que, de hecho, dio resultado, a juzgar por la reacción que des­pertó en el joven.
—No se lo estoy prestando... se lo regalo —dijo el millonario—. Con esto, habremos dado la vuelta al círculo. Este dinero es puro y limpio. Me lo dio mi men­tor para que pudiera comenzar mis negocios. No lo uti­licé para ninguna otra cosa. No haga como el hombre de la Biblia que enterró sus monedas en lugar de hacer que trabajaran para él. Hay mucha gente que actúa de esta manera y con ello cometen el mayor error de todos, ya que permiten que el miedo sea su guía. El miedo es su peor enemigo, el hermano de la duda, y usted debe con­quistarlo. Sea valiente y osado. Cualquiera que, con el pretexto de ser racional, entierra el dinero que ha reci­bido no merece tenerlo. No merece tener más y es poco probable que consiga más. Está desobedeciendo una de las grandes leyes de la vida, la ley de la abundancia. El dinero debe circular libremente para que pueda multi­plicarse.
El joven estaba disfrutando tanto de su dinero como de las palabras de su generoso benefactor.
—El dinero que le he dado, sin embargo, es en el fondo un préstamo —añadió el millonario—. Llegará el día en que usted, a su vez, deberá dárselo a algún otro. Dentro de muchos años, encontrará a un joven en la misma situación en que está usted ahora. Le reconocerá por una señal: él llevará una rosa. Usted deberá darle el dinero que yo le he dado hoy. Puede estar seguro de que, para entonces, significará una suma irrisoria para usted: dinero de bolsillo y nada más. Le ruego que haga lo que he hecho yo: darle el equivalente de lo que esta cantidad representa hoy. Entonces él también podrá co­menzar con una suma sustancial, ya que si la inflación continúa al mismo ritmo de ahora, dentro de unos años 10.000 libras no valdrán mucho. Cuando acepte el dinero, ese joven también deberá jurar solemnemente im­partir las enseñanzas que yo le he transmitido y que us­ted le traspasará a él. No rompa esta cadena bajo nin­gún pretexto; de lo contrario, le traería mala suerte... Yo sé que usted es una persona decente y por eso no ten­go miedo de entregarle mi secreto.
Lleno de gratitud, el joven le dio las gracias.
—Hay una cosa más, también importante, que de­bería saber...
En ese preciso instante, se desató la tormenta. El millonario se calló y en su rostro apareció una expre­sión sombría.
—Todas las señales llegan a su hora —murmuró y después volvió a dirigirse al joven—: Como le he dicho, hay una cosa más que necesita saber: el secreto supre­mo que le he transmitido es válido para alcanzar todas las metas que se haya fijado. En realidad, la razón por la cual he amasado una fortuna tan colosal no es por­que el dinero me interesara mucho. En el fondo, era ,sólo una manera de enseñarles a los hombres de poca fe el poder de la mente.
Una vez más hizo una pausa, pero el joven no se atrevió a formularle ninguna pregunta. Después conti­nuó:
—La posesión más grande que tiene el hombre es la libertad. La riqueza da libertad. Y será bueno para us­ted que conozca esa libertad. Con ella, verá cuántas ilu­siones se desvanecen. También comprenderá que la auténtica libertad se encuentra en el desprendimiento, que es la forma más elevada dé la libertad. Sólo aquel que marcha con las manos vacías será capaz de cuidar de las rosas eternas. Conseguir esta libertad fue la meta secreta de toda mi vida. A pesar de lo que piensan algunos, pues la gente sólo juzga por las apariencias y sólo me ven como un próspero hombre de negocios, no he sido nunca otra cosa que un humilde jardinero. Entonces el joven le preguntó:
—¿Por qué me ha dicho usted todas estas cosas? ¿Por qué me ha dado este dinero? No me debe nada... De hecho, podría haber sido algún otro el que hubiera venido a verle...
—Pero esto es precisamente lo que ha ocurrido. Nadie más ha venido. Sus deseos le han traído hasta mí. Esto es lo que sucede en todas las circunstancias de la vida. ¿No se ha dicho que cuando el discípulo está pre­parado aparece el maestro? Además, he recibido mu­cho. Es normal que ahora dé yo.
—Tal vez —dijo el joven, no dispuesto a desdecir­se—. Pero ¿por qué yo?
El Millonario Instantáneo sonrió.
—Es testarudo. Me gusta —dijo. Entonces se esfu­mó la expresión severa y distante de sus ojos y por pri­mera vez observó al joven con una mirada cálida y pa­ternal—. Si quiere conocer la verdadera razón, se la diré. No sé si será capaz de aceptarla ahora. Pero tal vez algún día lo haga... El alma es eterna. Y cada alma via­ja de una vida a otra rodeada de sus compañeros. Cada compañero ayuda al otro a realizar su destino» Los en­cuentros que tenemos durante nuestra vida jamás son una coincidencia. Y es raro encontrar a alguien por pri­mera vez. Usted fue mi padre en una vida anterior. ¿No le parece bien ser mi hijo espiritual en ésta vida?
El joven estaba embargado por la emoción, pero no muy seguro de haber entendido del todo lo que le esta­ba diciendo. El millonario se acercó a él. El joven jamás había visto tal realeza en su porte. A pesar de su avanzada edad caminaba como un rey, alto y muy erguido. Su cara resplandeciente no reflejaba el paso de los años. Con el índice de su mano derecha, el millonario le tocó suavemente la frente, y le dijo:
—Descubra quién es usted en realidad. La verdad le hará libre para siempre.
Estas fueron las últimas palabras que pronunció el anciano. En el exterior, la tormenta se esfumó tan de prisa como había aparecido y el sol volvió a brillar con toda su fuerza. La luz del candelabro ya no era necesa­ria. Así que el millonario lo cogió y se lo llevó con él sin decir una palabra. El joven no se atrevió a hablar. Se quedó a solas, con la cabeza hirviendo de pensamientos, mientras sus manos apretaban el dinero que le había dado el anciano.

15 En el que el joven y el anciano se embarcan en viajes diferentes

El joven permaneció a solas mucho tiempo. De pron­to, volvió a presentarse el mayordomo. Le entre­gó un sobre, y le dijo lo siguiente:
—Mi señor me ha confiado la tarea de darle esto a usted. Insistió en que lo leyera en la intimidad de su habitación. Puede quedarse un día más aquí. Des­pués tendrá que marcharse. Estos son los deseos de mi señor.
El joven le dio las gracias y, muriéndose de curiosi­dad por conocer el contenido del sobre, se retiró obe­dientemente a su habitación. Esta vez, sin embargo, tomó la precaución de dejar la puerta un poco entrea­bierta por miedo a que le volvieran a encerrar.
Se sentó en el borde de la cama, rasgó deprisa el so­bre y sacó la carta. Estaba escrita con tinta negra en una hermosa caligrafía y olía delicadamente a rosas.
«Estos son mis últimos deseos», decía la carta. «Le dejo todos los libros de mi biblioteca. Le serán muy útiles. No cometa el mismo error que la mayoría de la gente comete con los libros. Algunos piensan que el contenido de los libros es absolutamente inútil. Se creen que son ellos los que están reinventando el mun­do. Y, dado que no se benefician del conocimiento que estos contienen, repiten por desgracia los mismos errores que cometieron sus antepasados. De esta ma­nera, pierden un montón de tiempo y dinero.
»Tampoco caiga en la otra trampa: confiar implí­citamente en el contenido de los libros y permitir que piensen por usted. Gente de valía en su mayor parte, los autores de estos libros han viajado durante muchos años y visto muchas cosas. Un libro es, siempre, hasta cierto punto, el recuento de un viaje. Pero el viaje que usted emprenderá no es idéntico al de ellos. Retenga sólo aquello que sobrevive al paso del tiempo. En cuan­to al resto, utilice su más precioso bien: su cabeza. Es todavía el mejor invento en lo que a pensar se refiere, según me han dicho. Por desgracia, la mayoría de la gente se pasa la vida buscando métodos para no pen­sar. Así es la naturaleza humana: la inclinación a las sa­lidas fáciles, al menos en apariencia. La naturaleza y el instinto conquistan a la mayoría de las personas. Ase­gúrese de que su mente sea la vencedora.
»Desde nuestro primer encuentro, he tratado de transmitirle la sabiduría que he alcanzado a vislumbrar durante mi larga vida. En este documento encontrará unos cuantos pensamientos que representan mi legado espiritual. Me gustaría que hiciera lo posible para co­municarlos a tantas personas como pueda. De esta ma­nera, mi vida estará justificada. Hable con la gente so­bre nuestro encuentro y el secreto que ha aprendido. Ahora bien, antes de hacerlo, debe usted probarlo. Un método que no ha sido probado a fondo es completa­mente inútil. Dentro de seis años usted será millonario. Entonces será totalmente libre para dar los pasos nece­sarios que le permitirán transmitir mi legado a la gente y hablar de nuestro encuentro.
»Ahora debo dejarle. Mis rosas me han esperado ya durante demasiado tiempo.»
Aunque se sentía embargado por la emoción, el jo­ven buscó en el sobre y encontró el testamento del Mi­llonario Instantáneo. Estaba guardado en su propio so­bre y cerrado con un sello de lacre rojo con la forma de una rosa. Rompió el sello con mucho cuidado y sacó el documento, que tenía varias páginas.
Este extraordinario testamento estaba escrito en le­tras grandes y majestuosas, que parecían respirar como si estuvieran imbuidas de vida propia. Se enfrascó en su lectura, que le llevó casi una hora, aunque a él le pare­ció que sólo habían pasado unos pocos minutos.
Cuando acabó, naturalmente quiso ir a darle las gracias por haberle hecho tan magnífico regalo. A toda pri­sa volvió al comedor. Allí no había nadie. Llamó al ma­yordomo. No respondió. Dado que volvía a brillar el sol después de la tormenta, pensó que el millonario debía haber vuelto al cuidado de sus rosas. No se había equi­vocado, pero el anciano estaba con sus rosales por una razón muy diferente.
El joven salió corriendo al jardín y llamó a voces al millonario. De pronto le vio. Por curioso que resultara, el anciano yacía en medio de uno de los caminos al pie de un rosal. Cerca de él estaba el candelabro: solo una vela permanecía encendida, la más alta de todas, las de­más se habían consumido. En un primer momento, el joven pensó que estaría dormido, haciendo la siesta en un lugar poco habitual, después de todo, era un excén­trico. Pero cuanto más se acercaba, más preocupado se sentía, como si se percatara de que estaba sucediendo algo muy grave.
Cuando por fin llegó junto a él, sus temores se vie­ron confirmados. El anciano se había vestido con una túnica blanca que le llegaba hasta los tobillos. Sus ma­nos, cruzadas sobre el pecho, sujetaban una única rosa. En su rostro no se percibía angustia alguna, ningún ras­go de sufrimiento. Estaba perfectamente sereno: muer­to, tal como el joven ya había sospechado. Se aseguró de ello, arrodillándose junto al cuerpo y colocando la oreja contra su boca. Ya no respiraba, a pesar de que todo su ser irradiaba una felicidad sobrenatural.
¡Que extraña manera de morir!, exclamó el joven para sí mismo. El millonario había sabido el momento exacto de su muerte. Quién sabe si no habría sido él mismo el que habría dispuesto el momento preciso de su desaparición, por medio de algún extraño y secreto medio que sólo él conocía, o simplemente decidiéndose a morir por su propia voluntad. El joven jamás lo sa­bría. El millonario se había llevado el secreto con él.
Entonces sintió que también había llegado el mo­mento de su partida. Sin embargo, justo antes de irse pensó que tal vez podría llevarse la rosa del millonario como recuerdo.
Se inclinó sobre el cuerpo inerte y extendió su mano. Tocó la rosa, pero de pronto la apartó cambian­do de parecer. Pensó que si se la llevaba cometería un sacrilegio a la memoria del anciano. La rosa le pertene­cía. Era su última compañía. El joven se incorporó y vio el candelabro en el que la vela del centro todavía seguía ardiendo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. No había estado mucho tiempo con el millonario y sin embargo se sentía profundamente unido a él, como si hubiera sido su padre.
Allí mismo juró solemnemente que jamás le traicio­naría. Que sería portador de sus enseñanzas lo mejor que pudiera. Y en el preciso instante en que pronunció este juramento, la última vela se apagó.
El joven marchó de la misma manera que había lle­gado, apretando firmemente contra su pecho la última voluntad y el testamento del anciano.
Al día siguiente, le trajeron la biblioteca del millo­nario a su casa. Era tan inmensa que le dejaba muy poco espacio para vivir. De hecho, el joven se vio de in­mediato enfrentado a un dilema: o se mudaba o se des­prendía de algunos libros. Escogió mudarse. Y lo hizo con el corazón alegre. ¿No era éste un signo de la nueva vida que le esperaba?

Epílogo

Tal como lo predijo el millonario, el joven consiguió su primer millón antes de que se cumpliera el pla­zo de los seis años. Por lo tanto, mantuvo su promesa. Se tomó un mes de vacaciones para escribir la narración de su encuentro con el Millonario Instantáneo y dar a conocer la filosofía que él le había enseñado.